PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA

RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2020

 RELATO FINALISTA 2020

EL DON

Luis Lidón

Roberto no pudo dejar de mirar durante la clase aquel pupitre vacío en la última fila. Más tarde preguntó en el claustro: ¿Sabéis dónde está el niño marroquí que llegó comenzado el curso al 4º B? ¿Hamil?, respondió María, la profesora de Lengua, con sus gafas rojas resbalando por la nariz. Sí, contestó él, iba siempre con un chándal negro. No es la primera vez que falta cuatro días, recordó ella después de revisar sus listas. Y agregó, con cierto tono de desconfianza, Roberto, ¿por qué preguntas ahora por él? Él dudó, miro al suelo y, tras unos segundos, dijo con un hilo de voz:

—Ese chico tiene un don.

* * *

El lunes pasado Roberto había reciclado unos folios de un curso de matemáticas de bachillerato donde venían explicaciones sobre ecuaciones de segundo grado y unos ejercicios en blanco. En la cara vacía puso unas sencillas multiplicaciones y dejó bien claro que sólo debían hacer aquello. Esa tarde descubrió que uno de aquellos niños de primaria había completado correctamente las dos caras. Su nombre era Hamil Eljani. Repasó las ecuaciones, todas estaban bien. Los resultados estaban recalcados, como si los hubiera repasado muchas veces. Tiene que ser un error, pensó.

En la siguiente clase preguntó a Hamil si aquello lo había escrito él. Respondió con monosílabos, estaba asustado, pensaba que lo iban a castigar. Le dio el libro del último curso de bachillerato y se tomó un tiempo para decirle que tenía que hacer los problemas de la quinta unidad. Ecuaciones logarítmicas. Allí estaban también las explicaciones. Dio la clase al resto de los alumnos y al final, con algo de impaciencia, fue hacia Hamil con una mezcla de compasión y sarcasmo. Ahora se aclarará el error, se dijo. Pero todos los ejercicios estaban bien. ¿Cómo era posible?, pensó mientras miraba las uñas negras de Hamil. Roberto tomó la mano izquierda de aquel niño que olía a humo y regaliz, y en su palma vio dibujados cuadrados y una figura geométrica más compleja, algo parecido a un copo de nieve. El asombro de Roberto contrastaba con el silencio tranquilo de Hamil, como si fuera consciente de que el resultado de sus tareas no podía ser otro. Roberto sintió un mordisco de taquicardia en el pecho cuando vio la silueta de Hamil desaparecer en el torrente de luz que entraba por la puerta abierta de clase.

* * * 

Carl Friedrich Gauss era hijo de una familia analfabeta y su talento para las matemáticas solo se descubrió porque Prusia impuso la escolarización obligatoria. A principios del siglo XIX los astrónomos descubrieron Ceres y poco después perdieron la pista a ese cuerpo celeste. Gauss se convirtió en una celebridad con 24 años porque lo encontró con un cálculo matemático. Pareció un truco de magia. En estadística su descubrimiento ha pasado a llamarse Campana de Gauss y permite generar orden a partir de datos aparentemente inconexos. Esa fue sólo su primera genialidad. Büttner, un profesor de primaria, lo descubrió porque solucionó un problema con el que esperaba que le dejasen tranquilo un rato: los niños debían calcular la suma de todos los números del uno al cien. Gauss respondió de inmediato: 5.050. Con ocho años descubrió que si se suma el primero y el último número de la serie (1 + 100, 2 + 99) siempre daba 101, y se debía multiplicar 50 veces esa cifra, en total 5.050. Gauss, el matemático favorito de Roberto, había pasado desapercibido en el colegio durante dos años hasta que aquel profesor lo descubrió. Roberto imaginó el asombro en la cara de aquel viejo prusiano, la certeza súbita de que se había topado con lo extraordinario. Roberto buscó en internet retratos de Büttner pero no encontró nada. Lo imaginó con su propio rostro ¿O quizá era el suyo el de él? Estaba claro que Roberto no era Gauss, pero todavía podía ser Büttner. ¿O no lo era ya?

* * * 

La directora le dijo que habían dado parte a la Consejería sobre el absentismo injustificado de Hamil. Ninguno de sus amigos lo había visto en diez días, pero le habían contado a Roberto que vivía con su padre, Ahmed, en un  cortijo medio en ruinas a las afueras. Roberto supo que por un camino de tierra cerca de la rambla había varios edificios abandonados. Condujo un rato muy despacio porque las piedras golpeaban los bajos si aceleraba. La figura de la Virgen del Mar que llevaba colgada del espejo retrovisor se bamboleaba por los baches. No había sombra ni horizonte en aquel paisaje montañoso. Todo era polvo y matas de pinchos bajo un sol cruel. A lo largo del camino había plásticos de invernadero abandonados. Llegó a un edificios de una planta con un viejo citroen en la puerta. Un hombre pequeño y resuelto, desconcertado por el interés de Roberto, le contó que Ahmed iba al amanecer al aparcamiento del supermercado situado junto a la gasolinera. A esa hora algunos agricultores buscaban braceros. También le indicó que si seguía por el camino encontraría el cortijo de los Eljani, aunque hacía días que no los veía. Roberto llegó a una casa de una planta, con unas paredes sucias que alguna vez fueron blancas. Las ventanas eran pequeñas, sin cristales. Sacó una linterna del maletero porque dentro apenas se veía. El haz de luz iluminó una sala que olía a ceniza y humedad. Las puertas estaban reventadas y había pintadas. En un cuarto pequeño que parecía un dormitorio una de las paredes tenía dibujos geométricos: cuadrados, círculos, triángulos que contenían otros triángulos, otra serie recordaba a cristales de hielo. Ana, su mujer, lo llamó entonces y le preguntó dónde estaba. Él le aseguró, en mitad de una oscuridad rasgada por una linterna, que estaba corrigiendo exámenes.

* * *

El vapor de la respiración enmarcaba las siluetas de un grupo de hombres en el malva del amanecer. Roberto se acercó a ellos y alguno le preguntó cuánto pagaba por echar el día. Roberto tuvo que explicarles que no quería contratar a nadie y la mayoría perdió el interés. Pero uno de ellos, Abdel, le dijo que conocía a Ahmed Eljani. Se había vuelto a Marruecos porque el trabajo había empezado a escasear. La esposa de Ahmed, Fatima, había muerto hacía tiempo en un accidente de coche. Tenía una dirección de Bouarfa, una ciudad en el sureste, donde quizá pudiera encontrarlo.

—¿Te dijo algo de su hijo?

—Era raro. Veía cosas. Le pasaba algo en la cabeza.

—¿Lo trataba mal?

—Ahmed es bueno, no hay nada en el mundo que quiera más que a Hamil. Pero es un hombre sencillo, es carpintero allí, y sabe que su hijo no está bien.

Abdel bajó la vista, después observó la pulsera verde de Roberto y lo miró a los ojos.

—El mundo está lleno de gente que se equivoca incluso cuando quiere hacer las cosas bien.

* * *

En la cena Ana le contó que había acompañado a su madre al ambulatorio y lamentó que hubiera tenido que esperar tanto tiempo porque la sala estaba llena de moras con sus hijos. Ninguna trabaja y están todo el día allí, se quejó. ¿Vas a venir a la manifestación que se organiza en dos semanas?, le preguntó. Roberto revolvió el gazpacho sin decir nada. No lo sé, dijo al fin. Después comentó que su madre ya no tenía la tensión tan alta y eso era muy bueno. A Roberto le gustaban las matemáticas porque ordenaban el mundo y, justo ahora, lo lanzaban a buscar por donde no había asfalto, allí donde veía desorden y dudas. Si las matemáticas eran el lenguaje para entender la naturaleza, entonces hay cosas correctas y otras incorrecta, la verdad y la falsedad, el bien y el mal. Todo eso lo tenía claro, pero ahora Hamil le había revuelto las entrañas. ¿Cómo es posible que fueran tan diferentes si entendían los mismos principios? ¿O en realidad eran parecidos? Quizá todo tuviera una explicación pero aún no existía la fórmula, como el caos que ordenó la Campana de Gauss. Roberto recordó entonces su pasión por las matemáticas en la universidad, porque él sí estudio matemáticas, pero en aquella época no había mucha más salida que la de profesor, no como ahora, con la programación, los datos, las estadísticas, ahora hay más posibilidades. ¿Habría también ahora salidas para Hamil? Esa pregunta le dio miedo. Roberto oyó entonces la voz de Ana:

—¿Estás bien?

* * *

Roberto soñó con un viaje que hizo hacía ya mucho tiempo a Los Pirineos, alquiló con unos amigos una caravana, durmieron en tiendas de campaña, todos eran jóvenes recién licenciados. El frío quemaba los pulmones, las manos dolían sin guantes y los pies perdían sensibilidad sin el calzado adecuado, era como caminar sobre alfileres. Contempló absorto las nevadas. Los mismos copos que dibujó en un cortijo abandonado alguien que seguramente nunca vio nevar. Pero se equivocaba. Cuando despertó buscó Bourfa en Google y descubrió que allí, cerca del Atlas, nieva. ¿Cuánto quedaba de lo que había sido en lo que era ahora? ¿Cuánto sabía realmente de las cosas que creía saber? En aquel sueño hizo un agujero en la nieve, llegó a un suelo negro y compacto y siguió escarbando hasta que no sintió los dedos. Él ahora también tenía las uñas negras.

* * *

Cuándo Roberto se secaba en su piso con unas toallas mullidas tras una ducha pensó si él podría resistir esa capacidad de Hamil para ver la realidad como si tuviera rayos X en los ojos. Quien tiene ese don tiene también una soga al cuello, pensó. En la cena le contó a Ana todo lo que sabía de Hamil. Describió lo que vio en el cortijo abandonado y reveló su intención de viajar a Bourfa. Ana reaccionó incrédula, muy enfadada porque no le dijo la verdad desde el inicio.

—¿Pero qué tienes que ver tú con ese niño?

—Creo que puedo entenderle.

—Tú y ese, Rober. ¿De verdad?

—Se llama Hamil.

—Pero esto es una locura, ¿Cómo te vas a ir a Marruecos a por un niño musulmán? ¿Qué va a decir mi madre?

Roberto se limitó a hacer un gesto con los hombros que le dio cierto aire infantil.

—Rober, ¿Qué le vas a decir al padre de ese niño?

—No lo sé todavía.

—Si te vas es posible que cuando vuelvas yo ya no esté. ¿Es eso lo que quieres?

—¿Por qué no vienes conmigo?.

—¿Yo? ¿A Marruecos?, Ana hizo un gesto de rechazo con sus manos.

—Como quieras, respondió Roberto mientras trataba de ocultar el temblor de las suyas.

—Rober, ¿quién te ha hecho creer que eres Teresa de Calcuta? —Y después agregó, muy lentamente— ¿Quién te crees que eres?

— Büttner, soy Büttner.