GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2024

 RELATO FINALISTA 2024

LA PRÁCTICA HACE LA PERFECCIÓN

María Fuensanta López Iborra

A veces, arañar el papel es la única solución que encuentras cuando la vida ya no suena. Cuando todo se ha quedado mudo y hueco. 

A veces, el papel se queda corto y te pilla lejos. A veces, el cuerpo te sirve de lienzo improvisado.

Ella se araña la piel de los antebrazos. 

Los cortes no son muy profundos, lo suficiente para sentir en ese leve dolor un resquicio de alivio. Lo suficiente como para sentir un poco de luz en medio de tanta tiniebla.

Uno más y paro. Lo prometo.

 Se corta y drena un poco su dolor con cada uno de los cortes.

Observa el mapa de sus dos antebrazos y llora. Pero llora sin fuerza y llora sin rabia. 

Piensa, impasible, que antes sólo era capaz de hacerlo con la mano derecha.

Ahora, es capaz de sostener un cúter con ambas y dibujar formas curvas sobre las cicatrices más básicas y rectilíneas de debajo.

 Horquillas, llaves, alfileres o tijeras, cualquier objeto ligeramente afilado hace las veces de bisturí.

Llora y sonríe al mismo tiempo, reconociendo lo irónico de la situación: La práctica hace la perfección. Incluso en esto.

Sus padres se han separado. No es tan grave. Muchos padres de compañeros están separados.

Su abuelo ha fallecido. Los abuelos mueren. Es ley de vida.

No entiende por qué su vacío no termina de llenarse nunca.

Ella ha cambiado el colegio por el instituto este curso y le está costando adaptarse un poco más que a los demás.

Le faltan bocadillos de nocilla y risas con su padre en casa. Le faltan cuentos de su abuelo a los pies de la cama que le ayuden a conciliar el sueño.

Antes de cerrarse la puerta le prometieron que nada cambiaría. Que seguirían estando juntos y siendo una familia. Pero nada es ni remotamente parecido y cada vez se siente más sola.

La novia de su padre es joven y guapa. Más joven y más guapa que su madre y siempre sonríe.

Su madre ya no sonríe.

La han llevado a hablar con dos psicólogas diferentes en estos últimos seis meses. Ella teme que no sea suficiente y el siguiente paso sea visitar a algún psiquiatra.

Entiende la situación, entiende su gravedad y sabe que no está bien lo que hace. Pero no puede evitarlo. No sabe cómo explicarlo. No quiere quitarse la vida. Tampoco está loca. Es sólo que le falta un poco de eso que todos tenemos dentro cuando nacemos que nos hace querer seguir hacia adelante. Quiere ser como el resto y respirar sin esfuerzo.

 Mira el reloj de manecillas antiguas y piel gastada que abraza su muñeca. Cubre parte de sus heridas. Se lo regaló su abuelo Cosme, que era un minucioso relojero.

La práctica hace la perfección. Decía su abuelo guiñándole un ojo por encima de las gafas mientras sujetaba con unas pinzas las diminutas piezas de las entrañas de aquellos artefactos.

Antes pasaba mucho tiempo en casa de su abuelo Cosme y su yaya Isabel. Los ancianos vivían en Los Alcázares y tenían una casita muy cerca de la playa. En el jardín, el abuelo había montado un taller cuando se jubiló como relojero. Ahí seguía trajinando y reparando objetos de lo más variopintos para sus amigos y vecinos. 

Esparteñas gastadas y cortadas por la parte del dedo gordo, para que su uña respire tranquila sin rozar con ninguna superficie, entran y salen alegres del taller.

Veo la imagen tan nítida como si la cámara de una película enfocase los pies del abuelo para mostrármelos.

Las meriendas de la yaya en el paseo cuando refrescaba el día.

Bocatitas de mortadela…

Fantitas de naranja…

La yaya Isabel hacía todo pequeñito y agradable con sus diminutivos. Todo menos sus besos. Sus besos eran grandes y sonoros.

Cuando por fin la noche traía la fresca, al acostarlos, su abuela salía a la puerta a hablar con las vecinas y ella y su hermano se dormían en paz arropados por las conversaciones de las señoras y los cuchicheos de los tejemanejes que se llevaban en el pueblo.

 Es muy pequeña para sentir tanto vacío. Añora sentirse importante. Ahora no encuentra su hueco en un mundo que gira demasiado rápido para que pueda volver a subirse. No la espera y ella ya no tiene prisa.

En clase la observo desde mi mesa. 

Sentada en su pupitre veo a través de su mirada el peso de la tristeza que lleva dentro. Nunca me había pasado con ningún otro alumno. Es tan triste ver dolor en una niña y no poder hacer nada.

El protocolo impide que ella sepa que yo sé todo. Debo protegerla sin que sepa que lo hago. Desde el silencio y la distancia.

La madre, desesperada, me trajo ayer su diario para que lo leyera. La orientadora y yo nos deshicimos por dentro cuando lo leímos.

Allí estaban sus recuerdos preciosos salpicados por manchas negras, teñidos con tachones y deseos de hacerse mucho daño.

La sigo mirando.

Tatiana, a su lado, le habla nerviosa. Hay gritos en el aula, risas y empujones y ella sigue en pausa. Si sonríe, lo hace despacio. Mira a su compañera como si fuera una anciana de cien años, condescendiente y serena. Sigue dibujando.

Ahora observo sus dibujos con más atención. Los muñecos tienen ojos y bocas que gesticulan en exceso, nos gritan que su mundo interior se tambalea. Están coloreados con rotulador negro. 

Me los enseña. Le digo que son muy bonitos, encogida por dentro. Contesta que antes no sabía hacer el reflejo de los ojos.

Ahora todos parecen salidos de los dibujos “animes”, con ojos grandes y es cierto que ha conseguido crear un efecto de brillo dentro de ellos.

Un brillo que los suyos no tienen.

La práctica hace la perfección, profesora, dice ella.

Y entonces me vuela el alma. Y tiro fuerte de ella hacia abajo para que no se escape. Siento rabia en mi pecho y fuego en la garganta. Ni puedo gritar, ni puedo abrazarla. Palpo el diario, que sigue latiendo dentro de mi bolso.

Termina la clase y espero en la puerta a que llegue el siguiente profesor, dentro del aula. Como marca el protocolo. Ella no puede salir sola bajo ningún concepto.

Luego, vuelvo a casa.

Mis hijas me abrazan. Yo también me separé de su padre. Las cojo y las miro. Les pregunto por su día y escudriño sus respuestas, por si se me escapa algún indicio de que algo les pudiera pasar. De que algo les pudiera doler sin aún ellas saberlo.

Quiero entenderlas. Quiero protegerlas tanto. Quiero mantenerlas a salvo, lejos del sufrimiento.

Mi madre termina de ayudarlas con los deberes y mi pequeña, de nueve años, me enseña el cuaderno del dictado de lengua.

Tiene una letra preciosa. 

Como es muy rápida haciendo sus tareas, su profesora Elena nos ha recomendado que la ayudemos a ser consciente de lo que hace, para evitar despistes… las prisas…      

 La pequeña repite un mantra que le ha enseñado mi madre:

Realizo mis tareas con la máxima perfección, realizo mis tareas con la máxima perfección.

Las palabras salen blanditas de su boca pequeña. Sus palabras son soldados cargando martillos que golpean mi cabeza. Sus palabras son brazos largos armados de pluma que depositan con delicadeza su letra redonda sobre cada línea del cuaderno.

          Realizo mis tareas con la máxima perfección.

Me estremezco.

La perfección no es tan importante, hija, le digo tragando saliva mientras la achucho cuando me enseña el cuaderno. 

Me mira extrañada y sonríe.

La abrazo tan fuerte que termina escabulléndose de mis brazos y saltando al suelo.

Miro mi antebrazo izquierdo. Apenas quedan marcas.