GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO FINALISTA 2022

LA GOTA FRÍA

Enrique Rey Vázquez

Lo que se escuchaba era el viento y algo más. La casa asentándose, el toldo suelto golpeando contra la pared del patio, holguras en las bisagras, la anticuada antena de televisión oscilando precariamente, amarrada por cables de acero como la jarcia de un velero antiguo. Crujía mi cabeza por dentro.

Nunca tuvimos otro problema serio. Siempre había sido cariñoso, un compañero atento, generoso con mis deseos. En cuanto él terminó, yo corrí al baño para lavarme y después todo siguió como siempre. Eso fue lo que más me desconcertó: no era consciente de haber hecho algo mal o estaba tan asustado por las posibles consecuencias que prefería ocultar su sorpresa, o su satisfacción, o su asco. Decidí seguirle la corriente, disimular el disgusto, la zozobra, continuar siendo complaciente por encima de mi dolor. Eso sí, aunque fingió no entenderlo, apagué la televisión, las frases teatrales me retumbaban en las sienes, ver esos decorados era lo último que me apetecía, necesitaba desconectar de su compañía y de la película, de la tormenta, de la casa aislada, del vaso de vino que me daba arcadas.

Los conflictos, normalmente, no lo eran. Sería más preciso referirse a ellos como disgustos, aparecía una niebla incierta que nos impedía distinguir lo que habitualmente resultaba evidente. Entonces el embrujo se deshacía durante unas cuantas horas oscuras, nos costaba volver a conectar, se desdibujaba el contorno de algunos sentimientos y fallábamos al descifrar el código compartido. Esta situación, además, la percibíamos los dos y pronto. Él no soportaba estos períodos de incomodidad, inevitables entre quienes conviven, y hablaba explícitamente de ellos, como si mencionarlos nos fuera a servir para localizarlos y eliminarlos, como si fueran una bola de pelusa bajo el sofá que pudiéramos empujar con una escoba hecha de palabras y bromas; yo prefería estar callada y esperar a que se nos pasara, concentrarme en otras cosas. Y se nos pasaba siempre: sin darnos cuenta volvíamos a estar entusiasmados y entonces ya no tenía sentido aclarar lo que acababa de ocurrir, que parecía un mal sueño, algo teñido de irrealidad. Ningún enfado merecía ser recordado, no éramos rencorosos, así que se perdían entre las pequeñas frustraciones cotidianas: un camarero que atiende mal, la lavadora ha vuelto a encoger un jersey, hemos llegado tarde a la playa, nuestras madres dan demasiados consejos.

Por la mañana, el olor del café terminó de despertarnos, pronto se extendió desde la cocina hasta el resto de habitaciones del pequeño chalet, pensado para el buen tiempo, agobiante cuando, con el temporal, la vida se achica en su interior. Era un olor agradable que se mezclaba con otro muy característico, a leña y a mar, salado y húmedo. 

Apenas hablamos mientras recogíamos, nos ocupábamos de las maletas, asegurábamos las ventanas y las persianas, que quedaron bien cerradas, impenetrables hasta la siguiente excursión; era importante cortar el gas. La situación resultaba melancólica hasta la parodia, en otro momento lo habríamos mencionado (es sólo una despedida parcial, volveremos, fíjate cómo nos afecta), pero teníamos el ánimo sincronizado con el paisaje: muchas nubes oscureciendo palmeras y descampados donde algunos edificios se habían quedado a medias, como gigantes desnudos sin paredes entre sus vigas.

La laguna era de color plata y reposaba tras la tempestad, un océano pequeño y doméstico donde no existe la mar de fondo. Una vez leí que así se llama el oleaje que permanece tiempo después de que haya soplado un viento fuerte y pensé que tiene que ser agradable navegar o vivir así, abolida la memoria.

El fondo de algas cambió de color bajo sus piernas. Se distinguía algo alargado y marrón, una estructura amenazante y lejana, de otro mundo a pesar de que debía de quedar a menos de un metro de nuestros pies, al alcance de la mano si hubiéramos decidido bucear. Era una embarcación de madera, unos diez metros de eslora. Estaba apoyada sobre uno de sus costados y en el otro había un gran agujero por el que curioseaban algunas doradas. Parecía una de esas grandes barcas que los pescadores usan para tender sus redes, sin apenas tecnología, propulsadas por motores lentos y fatigados que pertenecieron a un camión o a un tractor y fueron adaptados con pocos medios y bastante ingenio. Instintivamente me aparté, como si pudiera volver a flotar, como si fuera a ascender en cualquier momento, recogiéndome sobre la cubierta putrefacta, expuesta a la lluvia. Le dije que nos fuéramos, que nos secáramos, que buscáramos un buen restaurante.

Nos esperaba una tarde de humedad y calefactores, sin Internet, sin una verdadera biblioteca —tan solo una colección de descartes, biografías mal traducidas, memorias de personajes olvidados, ensayos anticuados y recopilaciones de artículos anacrónicos—; con un reproductor de películas como único entretenimiento posible. Quizá eso era la vida en común: adaptarse, ceder, aceptar incomodidades y acumular cargas a cambio de —eran bastantes— algunos destellos de felicidad, de cierta seguridad y, sobre todo, del orgullo del que es capaz de mantener un rumbo fijo, de ignorar el resto de estímulos y no ceder: la pareja como ejercicio. No me hizo caso cuando le dije que no pusiera una película de Visconti, tampoco cuando señalé que era absurdo abrir una botella de vino, que la barca hundida me había producido un vértigo equivalente al de varias copas, que por favor —¡plof!, la descorchó— la devolviera a la despensa.

Las piernas se me enredaron en los cabos ásperos de la barca sumergida, en algas viscosas que tiraban de mí hacia el fondo. Miles de caracolas afiladas me llenaban de heridas y por más que braceaba no era capaz de liberarme, los enredos no cedían, hubiera necesitado una navaja o un puñal, pero él, en lugar de ayudarme, también me empujaba hacia abajo, no tenía miedo y me miraba como si todo aquello fuera culpa mía. Notaba mi propia sangre flotando a mi alrededor, mezclada con un limo espeso y maloliente, ascendiendo a borbotones desde muchos de los cortes en mis muslos y en mis antebrazos. En la boca, su saliva repugnante y un aliento desagradable y turbio.

Permanecimos en silencio durante casi todo el viaje en autocar, acompañados por jornaleros que se iban repartiendo por las orillas de la carretera. No había arcén y directamente empezaban los campos de alcachofas y algunos invernaderos, todavía lloviznaba barro y unos chavales más jóvenes que nosotros alborotaban en la parte trasera.

Le miraba y notaba que estaba compungido, paralizado, y yo tampoco sabía si prefería una explicación, si sería capaz de soportarla, o mejor esto: cargar sola con todo, elaborar excusas, culparme, restarle importancia, ignorarlo. El sonido del motor ahogado me hacía pensar en la primera vez que recorrimos juntos esa carretera. Todo había ido bien desde entonces y con el traqueteo se me ocurrió que a partir de ahora habría continuos movimientos de sístole y diástole, como si a ratos lo admisible (sólo un mal recuerdo sin importancia) quedara excluido y expulsado del terreno de lo tolerable (yo fui clara y lo que me hizo tiene un nombre horrible), para reabsorberse, asumirse de nuevo tras una mirada o un gesto cariñoso, una de esas frases entre la ingenuidad y la exactitud de las que me enamoré (aquello que pasó fue un malentendido). Vivir sometida a una marea que cada noche descubre islotes de roca afilada.