GENERACIÓN ESTRELLA
FINALISTAS 2023
RELATO FINALISTA 2023
MIRAR SIN VER
Graciela Conesa
Son las siete y media de la mañana. Suenan las noticias en la radio y el bufido de una cafetera. Es la quinta vez que Emilia mira por la ventana de la cocina. Al otro lado, las cortinas del nuevo vecino echadas. Nada, imposible ver nada. Como si flotara este chico. Cuatro semanas así, mirando y mirando y no viendo nada. Recelosa y temerosa. Inquieta. Aparta la cafetera del fuego cuando oye a su marido gritarle desde el baño:
—Emilia, llego tarde. Ya tomo algo en el trabajo. Hablamos luego y me cuentas.
—Vale. Pues pasa buena mañana. Luego hablamos.
Mientras desayuna sola y sin mucho apetito, Emilia recuerda que hace solo tres años vivían en una atiborrada mole de catorce pisos y ochenta y cuatro viviendas, en un barrio periférico, peligroso e incontrolable. Que andaban siempre recelosos por la calle, con el bolso o la cartera bien protegidos. Que compartían ascensor con extraños de aspecto quebradizo. Que siempre andaba acojonada. Que ahora, en este edificio de solo ocho vecinos donde todos se conocen, todo es más previsible, más controlable, más calmado. Ahora, se siente acompañada y arropada por esas vidas cercanas y sabidas. Ahora, respira tranquila.
O respiraba.
Desde el mes pasado ha vuelto a sentirse inquieta. Un tal Pedro López —según pone en el buzón— se ha instalado en el tercero justo enfrente de su puerta. La primera semana encontró natural no coincidir con él por las escaleras. La segunda, viendo que no se encontraban por más que ella buscaba el momento, preguntó infructuosamente a los vecinos. La tercera, optó por mantener en silencio el runrún de la radio y la televisión más horas de las que acostumbraba. Nada. Fue a la cuarta cuando supo lo que a lo mejor no tenía que haber sabido.
***
Antonio también anda preocupado desde hace unas semanas, pero no por los vecinos sino por su mujer. Espera la comida pensativo en su sillón y con su Estrella Levante bien fría —casi a punto de congelación como a él le gusta—, cuando le asaltan los gritos.
—¡Antonio, gritan!, ¿lo estás oyendo?
Se revuelve en su sillón y casi tira la cerveza. No sabe si le han asustado más las voces del otro lado de la pared o las que vienen de la cocina, de su mujer.
—Sí, Emilia, sí. Las oigo.
—Es «papá Paco», seguro.
—Pero ¿qué dices? ¿quién es «papá Paco»? ¿No se llamaba Pedro el vecino?
—Sí, sí, claro. Pero, escucha, escucha cómo suben el tono ahora. Ahí hay pelea.
—Pues sea lo que sea no es asunto nuestro. Ya pararán.
—Asunto nuestro, asunto vuestro. Asunto el que sea, que a mi me ha vuelto ese desasosiego que se me queda en la barriga y no hay quien me lo saque, Antonio.
—¡Vaya por Dios! Venga, vente ya a comer.
—¡Ay, Antonio!—lloriquea Emilia trayendo los platos a la mesa.
Siente que tiene que calmar a Emilia como sea. No puede dejar que vuelva a estar en ese estado de inquietud constante y lloriqueando por los rincones todo el día.
—Mujer, si yo te entiendo, pero es mejor no darle muchas más vueltas.
—Pues se las doy. Las vueltas que haga falta, porque qué necesidad de tener otra vez unos vecinos problemáticos.
—¡Bueno, Emilia! La verdad es que el chico no ha causado ningún problema. ¿No?
Emilia se enjuaga las lágrimas, cierra los ojos y niega con la cabeza.
—Pues no le des más vueltas. Que gritan un poco, pues subimos el volumen de la tele. Venga, no pienses tanto en esto y se te irán los nervios sin darte ni cuenta.
—¡No es tan fácil, Antonio!, —le grita Emilia alterada y golpeando la barra de pan con todas sus fuerzas sobre la mesa.
«¿Será posible que esté perdiendo el norte y me lo quiera hacer perder a mi también?», murmura Antonio para sí con el ánimo abatido.
***
—Es Alzheimer.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Lo de «papá Paco»
—¿Otra vez con «papá Paco»? ¿Pero quién coño es «papá Paco»?
—¡Ay, chico! Si es que no me dejaste que te contara ayer.
—¡Venga! Pues, cuéntame ahora.
—Pues el padre del vecino. Es muy mayor y dice Pedro que tiene Alzheimer. Y que se enfada muchas veces y grita y grita…¡A saber!
—A saber, ¿qué?
—Pues a saber si es verdad o no. ¡Vaya pregunta!
—Y, ¿desde cuándo sabes eso?
—Pues desde ayer mañana. Me encontré a Pedro en el rellano. Y me contó, claro. No tuvo escapatoria. Pero no me gusta su cara.
—Pero mujer, ¿ahora también te tienen que gustar las caras de los vecinos?
—Antonio, de verdad. Qué poco confías en mí. El chico es raro y punto.
—Vale, es raro. Y sí que confío en ti, mujer. Pero, al menos ahora ya sabemos qué eran esos gritos.
—Sí, claro, los gritos. Tenemos que suponer que son de su padre que se desorienta, que se pone nervioso y que le dan ataques de ira. En fin.
—Pues supongámoslo y cenemos hoy tranquilos.
–¿Pero cómo vamos a estar tranquilos, Antonio, si al otro lado de la pared hay un señor con Alzheimer, ese «papá Paco», solo durante buena parte del día, al que se le puede ir la mano, la olla, la ira…yo qué sé qué, y tenemos un disgusto?
–Bueno, bueno, cálmate. Me hago a la idea, pero ya no tenemos que preocuparnos tanto, ¿no?
–¿Qué no? Pues no sé yo. No me fío un pelo. No me fío de su cara. ¡Y ya!
–¡Ay, nena! A los vecinos, como a la familia, no los podemos elegir. No podemos hacer mucho. Venga, vamos a relajarnos que ya toca. ¿Qué te parece si ponemos la mesa y cenamos?
Emilia, resignada, va poniendo el mantel y los cubiertos. Antonio está en la cocina descorchando una botella. Ahora es él el que hace como que no quiere mirar, pero mira, por la ventana que da al patio de luces. Todo está en orden. Respira hondo y se siente aliviado. Ya en la mesa, con el telediario de fondo y la conversación detenida, se sirven el vino, se miran a los ojos y brindan. Por ellos, y, ¿por qué no?, también por los vecinos.
***
Todo ocurre muy rápido. Se oye a lo lejos el sonido de una sirena que va aumentando en intensidad. Tres toques de sirena al tiempo que suena el timbre de casa. A Emilia se le cae la copa al suelo sin haberle dado tiempo ni a beber un sorbo. Antonio deja la suya en la mesa y corre hacia la puerta. Abre y encuentra a un policía que le indica que dejen todo y salgan de casa. ¡Rápido! Alertados, bajan a la calle donde encuentran a sus vecinos, algunos en pijama, todos con cara de susto y premura. De un coche de bomberos sube una escalera y una manguera hasta una de las ventanas del tercero. Uno de los bomberos les aclara que no hay nada que temer. No queda nadie en el edificio. Están todos a salvo. El fuego solo ha afectado a una de las habitaciones del tercero y lo tienen ya controlado.
En ese momento, un vecino señala hacia arriba y advierte a todos de que hay algo en la terraza del tercero. Algo ardiendo que amenaza con caer al vacío. Parece un cuerpo.
—¡Antonio, qué horror! –grita Emilia.
Antonio la sujeta y la intenta calmar.
—Deja que vaya yo a ver, Emilia, espérame aquí. No te muevas de aquí —le ordena.
Mientras Antonio se acerca, el cuerpo comienza a desparramarse por la barandilla del balcón y cae al vacío. Ahora yace en el suelo, humeante y tieso. Antonio se acerca sigiloso y percibe un tufo a chamusquina que tira para atrás. Un momento, piensa, eso no puede ser, no debería ser… Con la mano tapándose la boca y reteniendo la respiración, se inclina para ver mejor. Lo que ve le hace echar el cuello para atrás y respirar aliviado. Al instante, se sobresalta al escuchar a Emilia a su lado gimoteando y sonándose los mocos.
–¡Pero Emilia, te dije que no te acercaras! Bueno, quizás es mejor así. No llores más. Mira. Solo es un muñeco.¡Un maniquí!
Emilia se enjuaga las lágrimas y, aparentando una inusitada serenidad, señala hacia el bulto humeante y le susurra a su marido:
–Deja, Antonio, déjate de simplezas. Es «papá Paco», ¿no lo ves, o es que no lo quieres ver?