GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2024

 RELATO FINALISTA 2024

LA VOZ DE LAS MONTAÑAS

Clara Ruiz López

La primera vez que posé los labios en una ubre rebosante de leche, acababa de cumplir diecisiete años. Recuerdo el llanto lastimero del cabrito hambriento y el olor herrumbroso de la placenta recién expulsada. Recuerdo la mirada cansada de mamá, abrazada al asco, adherida a los hilos lácteos que como pequeños riachuelos enrabietados recorrían mis mejillas.

El calostro de las cabras primerizas sabe a lágrimas. Reconocí el matiz común de inmediato, porque papá guardaba sus lágrimas en un frasco y a veces, cuando nadie miraba, me las bebía.

Las noches en las que papá encontraba cobijo en el vino antes que en la oración, en silencio, cazaba lágrimas prófugas colocando el frasco bajo los párpados: según decía, debía guardarlas a buen recaudo para cuando Dios las reclamara. Jamás lo escuché emitir ninguna clase de sonido mientras llenaba su frasco, pero, cuando las lágrimas se acababan, levantaba la cabeza y de su boca —usualmente reservada y torcida— brotaban historias tan viejas como el tiempo.

Borracho, sentado en las profundidades del comedor, papá escupía vocablos a oscuras, y yo abría mis oídos y jugaba a unir artículos, sustantivos y verbos. Así descubrí que, cuando nací, Dios decidió que el sustento de mi infancia provendría de una tetina y no de una teta.

La curiosidad me guio por una senda desconocida, hasta dar con la textura correosa de un órgano mamario. Pensé que mi capricho sería bien recibido; que aquí, en las montañas, Dios proveía de regocijo y aciertos el camino que tomaban sus fieles. Así que, cuando una de nuestras cabras parió, agarré sus ubres con las manos desnudas, y, tomando el lugar del cabrito recién nacido, tragué el suero materno con fruición. Saboreé cada gota, disfruté cada trago. Y llegué a creer que mi dicha viajaría más allá de las colinas y los barrancos; pero a un par de metros de distancia, los ojos de mamá supuraban censura. Aquel día, las palabras se apagaron para siempre en su garganta.

Mamá enmudeció una semana después de que nos instaláramos en nuestra nueva morada. La casa —arcaica y mohosa como una caverna— había pertenecido al abuelo. Cuando el abuelo murió, Dios sorprendió a papá por la espalda susurrándole al oído que debíamos mudarnos.

Se nos encomendó seguir los pasos del difunto: vivir en las montañas, aislados, lejos de todo cuanto conocíamos; pero cerca, muy cerca de la mirada de Dios.

La noticia enfureció a mamá: protestó, maldijo, gritó y llenó de ropa y recuerdos dos maletas gigantes que apuntaban hacia un destino diferente. A modo de respuesta ante la negativa de su mujer, papá agarró las maletas y las lanzó por la ventana. Vivíamos en un cuarto piso; las maletas se abrieron como un par de nueces maduras al alcanzar el suelo y las posesiones de mamá quedaron tendidas en la acera, despojadas de los vientres acolchados que momentos atrás les habían brindado protección y abrigo.

El silencio entró por la ventana abierta, golpeando los cimientos del que hasta entonces había sido nuestro hogar. Los hombros de mamá se hundieron, y en su rostro nació una sombra sinuosa que en secreto juraba odio y tempestades. Pero no volvió a quejarse en voz alta, ni a poner en entredicho el repentino mandato de Dios. Aceptó el cambio de domicilio a regañadientes, igual que yo. Lo aceptó porque sabía que, en un arranque de ira, papá era capaz de arrojar por la ventana cualquier elemento que pudiera truncar su propósito.

Bajamos las escaleras del edificio, en procesión, cargados con un puñado de bolsas y valijas que atesoraban los retazos de la vida que dejábamos atrás. En la calle, docenas de ojos curiosos admiraban el amasijo de prendas y artículos personales que cubría el pavimento adoquinado. Mamá se abrió paso a codazos entre la muchedumbre, recogió del suelo un par de vestidos y se los echó al bolso. No rescató nada más.

El coche nos esperaba a diez metros de distancia de donde habían aterrizado las maletas. Una vez acomodamos todo en el vehículo, quise reunir las camisetas desperdigadas, salvar cada calcetín huérfano del frío. Juntar las cosas de mamá, entregárselas y susurrarle al oído (con la misma delicadeza que Dios había empleado al colmar de promesas el canal auditivo de papá): <<Tómalas, son tuyas>>. Pero mamá leyó mis intenciones antes de que pudiera dar el primer paso. Me atrajo hacia su pecho agarrándome del brazo con fuerza y nuestros rostros se enfrentaron. Entonces fue ella y no yo la que susurró: <<Ya no me pertenecen>>.

Nos montamos en el coche. Y desde el asiento trasero, contemplé la última imagen que guardaría en la memoria del lugar que me vio nacer: una marea humana abalanzándose sobre los objetos abandonados en la acera.

El paso del tiempo diluye la forma de las rutas que una vez conocí. Desconozco el camino que lleva a la ciudad en la que pasé mi niñez, el hospital de la zona o el pueblo más cercano. Los recuerdos son gotas de rocío que se escurren entre mis dedos para morir en tierra baldía. Solo algunas pinceladas sueltas, como los semblantes recelosos de cada cabra que he criado, perduran en mi interior con nitidez.

Las cabras siempre estuvieron ahí; incluso antes que el abuelo. Cuando el abuelo adquirió las tierras, los animales venían pactados en la escritura. El terreno, oculto tras la sombra de un pinar centenario, carecía de una vía de acceso habilitada. El día de la gran mudanza, tuvimos que dejar el coche en un apartadero y recorrer dos kilómetros a pie con los bártulos a cuestas. Al divisar la casa en el horizonte, papá dejó escapar un grito de júbilo; las cabras le contestaron arrojando al aire una sinfonía de balidos anhelantes.

Las paredes de la casa rezumaban humedad y la mayoría de las vigas presentaban grietas. Papá dijo que Dios requería de nuestro esfuerzo para que la casa quedara impoluta. Debíamos enmendar la dejadez del abuelo arreglando los desperfectos, reviviendo el huerto, alimentado con esmero a las cabras famélicas que vivían en el corral. Durante dos largos años, nos entregamos a la tarea de restablecer lo roto, lo viejo y lo usado.

Cumplí la mayoría de edad alejada de otras personas que no fueran papá y mamá. Se me prohibió acudir a clase. También visitar a familiares y amigos. La lista de restricciones fue creciendo de tal manera, que llegué a pensar que, en sus paseos matutinos, papá arrancaba cada nueva norma de las flores y los matorrales.

Nunca vino a vernos nadie. Mamá y yo pasábamos los días limpiando excrementos de cabra. Únicamente papá bajaba de vez en cuando al pueblo en busca de alimentos y medicinas.

 Tan pronto como papá se marchaba, la casa adquiría la esencia de un recipiente vacío. El mutismo de mamá era una mano lúgubre que extendía sus dedos por los rincones. A veces, cuando nos quedábamos solas, la observaba a escondidas: solía plantarse frente al espejo de su cuarto, desnuda, con los pechos agarrados, como si los meciera.

 

Aprendí a lidiar con la soledad. Conseguí domar al aburrimiento prestando atención a mi entorno. Estudié el poder de las plantas medicinales. Cultivé toda clase de hortalizas. Descubrí las madrigueras secretas de conejos y tejones. Abrí mi corazón al trino de los pájaros.

 Hice todo lo posible para no morir de pena. Aunque, lo que acabó manteniéndome viva, en última instancia, fue la voz de las montañas; mamá me la mostró el día que cumplí diecinueve años.

En mi decimonoveno cumpleaños, papá organizó una excursión al risco. Tras cuatro horas subiendo pendientes escarpadas, alcanzamos nuestra meta. Desde las alturas, la grandeza de las montañas hermanas acaparaba el horizonte.

Papá decía que en el risco la palabra de Dios se escuchaba mejor. Al llegar, corrió hacia el borde, cerró los ojos y extendió los brazos en cruz. Se mantuvo atento a cualquier tipo de señal divina, pero no escuchó los pasos de mamá, ni su respiración acalorada.

Papá, al igual que las maletas de mamá, voló por los aires.

Me quedé congelada encima de una roca, varada entre el mundo real y el de los sueños.

Mamá se dio la vuelta; nuestras miradas se encontraron. <<Están hablando>>, dijo antes de entregarse al vacío.

Nunca llegué a oír la voz de Dios. Sin embargo, las montañas rugieron con la fuerza de un volcán. Yo también las escuché. Y deseé que sus palabras no se apagaran. Quise conservar la melodía de la piedra, porque me había quedado sola, completamente sola, y el mundo de los “otros” se me antojaba lejano.

Tras la muerte de papá y mamá, tomé por costumbre subir al risco varias veces al mes. Me ocultaba en la maleza y esperaba. Esperaba a que alguien se acercara al borde del precipicio para poder entregárselo a las montañas.

He segado tantas vidas como dedos tengo en las manos. No recuerdo los rostros de todos, pero sí sus gritos de terror.

Recuerdo a una pareja joven, atlética y risueña. Emprendieron el vuelo a las profundidades, fusionados en un abrazo eterno. Los recordaré siempre porque, después de que cayeran y las montañas hablaran, me giré con la intención de volver a casa. Fue entonces cuando te vi.

Estabas sentado en la misma roca desde la que presencié la muerte de mis padres. Eras tan pequeño como un cabrito recién nacido. Me acerqué a ti; reíste. Y, por primera vez en años, las lágrimas acudieron a mis ojos.

Te llevé conmigo y las cabras te ofrecieron sus ubres. Creciste en sintonía con el mundo que te rodeaba, pero en el abismo de tus pupilas latía una esquirla de duda.

Ahora que conoces la historia, tal vez tu alma se llene de la ira exacerbada de quien acaba de descubrir los surcos de un pasado evitable.

Tal vez huyas envuelto en la oscuridad de la noche.

Tal vez sean tus manos las que un día entreguen a las montañas mi cuerpo.