PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA

RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2020

 RELATO FINALISTA 2020

EL GALGO

Joaquín Moya Arnao

Él siempre iba unos pasos por delante de nosotros o unos metros por detrás. Nunca a nuestro lado.  Ese día no sería una excepción y cada vez que llegábamos a lo alto de la colina él estaba esperándonos ya allí. Si encontrábamos un olivo con un hueco en el tronco era porque él lo estaba señalando cuando nosotros alcanzábamos a verlo. Nunca metía la mano en el hueco, nunca levantaba una piedra sin darle antes con el pie, – Joder Joaquín, no cojas las piedras sin antes darle una patada o un día te picará un escorpión. Cojones, me vas a hacer llevarte corriendo a La Arrixaca-. Yo no era así. Yo metía la cabeza en los huecos de las oliveras buscando lechuzas y pensaba que eso de los escorpiones eran cuentos simplemente para asustarnos, que en aquel secarral de mierda no podían vivir ni los escorpiones, hasta que un día vimos uno. Llevaba el hombro amoratado del retroceso de la carabina, ir a tirar a la rambla era una de las pocas cosas que hacíamos con nuestro padre. Habíamos gastado una caja del calibre 22 lateando y escuchando el eco de los disparos bajar por la rambla como el agua cuando había tormenta. Volviendo a casa pateando piedras, – joder Joaquín, vas a cargarte la punta de las botas como no pares-, en una de tantas nos encontramos con un escorpión. El corazón a mil y una sensación de peligro como nunca había sentido recorrió mi cuerpo. Un bicho tan pequeño y yo tan indefenso, tan frágil. Como me pique estoy muerto, no hay forma de llegar al hospital a tiempo para que me pinchen el antídoto. Absurdo los pensamientos que le vienen a un niño a la cabeza cuando piensa que está en peligro. Inmóvil vi como se acercaba mi padre y partía su cuerpo en dos con la navaja. Me miró con frialdad y dijo:  – “Él no tenía que morir hoy, estaba donde se suponía que debía estar. Eres tú el que no tenía que pasar hoy por aquí pateando piedras y jodiéndote la punta de los zapatos. Tira para casa.”. A mi hermano jamás le pasaban estas cosas. Nunca se tiraba desde lo alto aunque siempre fuese el primero en llegar, nunca se encontró un escorpión bajo una piedra. 

Íbamos los tres y yo llevaba la escopeta al hombro, en su funda de cuero vuelto marrón que olía a tabaco de pipa. Caminaba al lado de mi padre. A mi hermano, delante de nosotros, lo veíamos perderse y aparecer detrás de cada curva del camino que el agua había forjado entre las rocas al

bajar, de manera torrencial, por la rambla. Llevar la escopeta me hacía sentir importante, adulto, pero me quitaba la libertad de ir corriendo libre, buscando excrementos de zorros en cada cueva o culebras en los charcos en los que aún quedaba agua. No se puede tener todo. Estábamos a punto de llegar a nuestro campo de tiro particular, el principio de la rambla. Sin curvas y terminada en una pared con una pendiente imposible de subir era el lugar idóneo para disparar sin molestar ni ser molestado. Siempre dejábamos las cosas a la sombra de un olivo viejo, las mochilas y el agua. La caja de munición y la funda de la carabina. Pero ese día no pudimos, la sombra de la olivera estaba ya ocupada. Él fue el primero en verlo, como siempre. Parado a unos metros del árbol, señalando el cuerpo de un galgo que colgaba del cuello, señalaba sin decir palabra, blanco. Había una rama donde nos balanceábamos o nos sentábamos a mirar mientras mi padre disparaba. Era alta y paralela al suelo, ideal para un columpio. O para una horca. Allí estaba atada la soga que terminaba en un lazo al cuello del perro. Marrón con los ojos saltones y en los huesos. El cuello en sangre viva. Se balanceaba armonioso indicando de dónde venía el viento y la fuerza del mismo. ¿Quién había ahorcado al perro? ¿Por qué? ¿Cómo sería morir ahorcado? Y las piernas me temblaban con cada pregunta, la cabeza daba vueltas y flojera en las rodillas, pero no podía sentarme, llevaba la escopeta al hombro. Francisco vino corriendo hacia nosotros y abrazó a mi padre. Cuando lo sentó a la orilla de la rambla su camisa llevaba dos manchas desiguales, a la altura de la barriga, donde mi hermano había escondido la cara. – Sígueme. – Me dijo acercándonos al animal que hacía de péndulo marcando el tiempo de una infancia que terminaba. Levantó al perro como si no pesara nada mientras me hacía una señal para que yo cortara la cuerda. Aún respiraba cuando lo pusimos en el suelo. Nos miraba pero, ¿diciendo qué? ¿Dando las gracias? – Vamos a llevárnoslo a casa papá. – Me clavo su fría mirada un instante antes de volver a centrarse en el perro. Me arrepentí de haber abierto la boca. Cuando los galgos se comen la presa que tienen que traerle al cazador, cuando le hacen sangre al cogerla con la boca y prueban su sabor aún caliente, entonces ya el perro no vale. Siempre querrá comerse a la presa, siempre querrá saborear la sangre.  El cazador se deshace del animal. Unos le pegan un tiro, otros los cuelgan de un olivo. Así funciona el mundo. Esa fue la única explicación que me dio mientras metía una bala de las huecas en el cargador. Las huecas las llevaba él en el bolsillo y cuando llegábamos a casa las escondía. No podíamos tocarlas ni disparar con ellas, – nenes, son peligrosas.-. Echó el cerrojo del arma y apuntando a la cabeza del animal, disparó. El eco retumbó en mi cabeza todo el camino de vuelta, donde no pateamos ninguna piedra y mi hermano fue de la mano de mi padre todo el trayecto. Aún oía el eco cuando me acosté y traté de dormir. Lo escuchaba en las pesadillas que esa noche invadieron mi sueño. A media noche me levanté al baño. La casa era vieja y tenía que recorrer el despacho de mi padre, donde había un balcón, la cocina y salir al exterior para ir al baño. Mi padre fumaba sentado en su despacho, – Voy a mear. No puedo dormir papá. – le dije al pasar. Después de mear y entrar corriendo en la cocina, el camino del baño a la cocina de noche siempre me daba miedo, me volví a encontrar con mi padre. El cigarrillo se iluminaba incandescente con cada calada para después ver una pequeña nube de humo salir de su nariz, de su boca. Sin mirarme y entre caladas al cigarro y señalando un cajón de la mesa de su despacho me dijo: “Si alguna vez me ves como estaba el galgo hoy, aquí guardo las balas huecas. Ahora tira a la cama.”.