PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA

RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2020

 RELATO GANADOR II PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA

EME

Aurelio Serrano García

Nunca espero que suene el fijo en casa. Es anacrónico, como si llamaran del pasado. En cierta forma, así fue ese día. Reconocí su voz nada más descolgar. Solía decirle que una suegra no debería tener la voz tan bonita. A ella le divertía, pero no se lo dije esta vez. Ya no le habría hecho gracia. Habían pasado dieciséis años desde que dejé a su hija.

Siguió hablando, sin dejarme contestar.

—Se ha muerto.

No hizo falta que dijera quién.

Cáncer de páncreas, dijo. No quiso tratarse y no aguantó, me dijo, ni seis meses. Le faltaron fuerzas para hacerlo, porque Ana, la nombró ya, nunca las llegó a recuperar.

—Tú sabes, desde aquello —añadió.

Y sí, yo sabía. Y ella sabía que yo sabía.

—La enterramos hace dos meses, en el pueblo.

Entendí que no me hubiera llamado antes, aunque habría ido. Se lo dije. Le dio igual. Se encargó de hacerme saber que aquello no era una conversación.

—Te llamo porque me pidió que te las diera. Quiso que las tuvieras tú.

Tampoco hizo falta que me dijera a qué se refería.

Le contesté que al día siguiente iría a por ellas.

Así que volvería.

 

Esa noche, a las tres y media de la madrugada hice café. También una tortilla de patatas. Cortando la cebolla, así, en trozos gruesos y dejándola a fuego muy lento, para que caramelizase. Sin batir el huevo, apenas mezclándolo con unos golpes de varilla. La cocina fue lugar común con la madre de Ana, algo que aproveché en su momento para encontrar el halago donde es más caro. Además, en su pueblo la gente llevaba comida a los velatorios, y esa visita, me dije, lo sería de alguna manera. Salí antes de que amaneciera.

El viaje en coche duró lo que tardé en recordar los años junto a Ana. No cogí la autovía. Preferí la cadencia de las rotondas de la carretera nacional que discurre paralela a la costa, con el mar cambiando de color según avanzaba la mañana. Pasadas las salinas, el pequeño barco de pesca aún decoraba la glorieta en la que debía girar a la izquierda, para ir al interior.  

Los padres de Ana seguían viviendo en el mismo chalé, ahora pintado de blanco y malva. Llamé. Nadie salió a recibirme. La voz metálica del telefonillo me avisó de que la puerta estaba abierta. Crucé el jardín echando en falta los macizos de lantanas. La mitad de las fotos que nos hicimos en esa casa tuvieron de fondo aquellas flores. No reconocí los arbustos que había ahora junto al muro. Al fondo de la parcela, sí, los limoneros. Ella estaba sentada bajo la pérgola, en su sitio de siempre. El pelo blanco y el luto hacían que pareciera un negativo de sí misma.

Dije que lo sentía mucho.

—¿Qué exactamente? —Esa mujer tenía el don de detectar tus puntos débiles y una bien ganada fama de no tomar prisioneros.

No contesté. En su lugar pregunté por Tomás. Se había ido al monte con los amigos, me dijo, como todos los martes. Yo ya no era razón para cambiar una costumbre.

Le di la tortilla. Un atisbo de complicidad apareció en sus ojos. Sin decir nada, entró a por platos. Salió con ellos, un táper con pisto y dos cervezas. Siempre hacía pisto de calabaza para acompañar a la tortilla. Aun por casualidad, aquello parecía una tregua. Comimos en silencio. No había nada que arreglar porque nada tenía arreglo ya. Simplemente estuvimos.

 No hubo una segunda cerveza. El último trago fue la invitación a recoger lo que había ido a buscar.

—Sube.

Me dijo que estaban arriba, en su dormitorio. Entramos en la casa. El recibidor estaba igual. No así el salón ni la cocina, por lo que vi de ella al pasar por la puerta. Me gustaba más el antiguo color de las paredes, pero agradecí el cambio. Alivió la sensación de regreso. Verla subir con dificultad por las escaleras hizo que echase cuentas de la edad que tendría. Tantos.

—Espera aquí.

Me quedé junto a la puerta de su cuarto, que entornó tras de sí. Repasé las fotografías que había en el mueble junto al hueco de la escalera. Mi excuñado se había vuelto a casar. Ana aparecía en tres fotos. Una se la hice yo, en la Plaza Navona, nada más salir de la heladería Quinto. Oí un armario abrir y cerrarse. También me pareció escuchar un susurro. La madre de Ana salió con un cilindro de acero blanco de un palmo de alto en las manos. Del centro de su tapa redonda, también blanca, sobresalía un pequeño tirador, simulando el pábilo de una vela.

Eme.

Eme no iba a ser su nombre. Fue algo provisional, hasta que Ana y yo nos pusiéramos de acuerdo. Curiosamente, los nombres que más nos gustaban empezaban por eme. Nos pareció divertido llamarla así durante el embarazo. Eme. Los latidos de Eme. La habitación de Eme. La cuna de Eme. La cara de Eme. Es una niña, Eme. Ya llegarían el resto de letras.

No lo hicieron. Un desprendimiento de placenta cuando Ana había salido de cuentas dejó su nombre incompleto. Las cenizas de Eme.

Me dio la urna.

—No se debe abusar de los abuelos dejándoles a los nietos —remató.

Las cenizas llevaban allí veintidós años.

Nos las guardó desde la incineración. Yo ni siquiera las había visto. Imagino que Ana sí. No lo sé. Quizá iba a verlas sin mí. Quizá lo hizo todo el tiempo y por eso nunca me dijo de hacer algo con sus restos. Quizá tenerla allí era todo lo que quiso hacer y yo nunca lo supe. Que estuviera. De una forma distinta a como tenía que haber sido, pero que estuviera. Unidas aún las dos de alguna manera. No decirle adiós dos veces. Nunca le pregunté. No hablábamos de las cenizas. De la niña sí. Poco, pero sí. Cada vez menos. Cada vez más lejos de alcanzar algo que tampoco llegó porque me fui antes. Tras seis años, cuando Ana aún se despedía de nuestra hija y yo, sin embargo, tan solo seguía esperándola.

Bajé las escaleras y salí, dejando todas las puertas abiertas detrás de mí. Me senté al volante, con la urna en el regazo. Incapaz ya de dejarla en otra parte. Arranqué. El viaje de regreso duró lo que tardé en recordar los años sin ellas.