PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA

RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2020

 RELATO FINALISTA 2020

LA BUENA HIJA

María Pérez-Tomé Román

Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Los minutos repicaban en la calma silenciosa de mis latidos. A pesar de la hora, aún hacía calor. Esperé al silencio. El perro dejó de ladrar. Hacía ya un rato largo que las gallinas no trasteaban en el corral. Por debajo de mi puerta no se vislumbraba ningún resquicio de luz, no había luna esa noche. Las tripas me rechinaron, me había ido a la cama sin probar bocado y estaba hambrienta. Pensé que quizá encontraría algunas sobras que me ayudaran a conciliar el sueño. Me levanté y sonó levemente el chirrido de mi puerta al abrirse. A oscuras rebusqué en la despensa. Cogí del cesto un mendrugo de pan y escarbé hasta encontrar un cacho de queso en la alacena. Sobre la mesa aún estaba la faca que había usado mi madre esa noche para rebanar la hogaza. El queso estaba duro, reseco. Apoyé con fuerza el filo por el lado de la corteza para partirme unos pedazos.

En el empeño, el cuchillo cortó en falso. La muñeca hizo un quiebro y me golpeé en los nudillos. Para aliviar el escozor, apreté los puños contra mi vientre. El miedo y el dolor me hicieron sentir vulnerable. Mientras buscaba dónde refugiar el daño de mis dedos, me froté nerviosamente las piernas y me vino a la cabeza las otras veces en las que sus manos toscas de labrador, de dedos agrietados y ásperos, me raspaban la piel.

 

Aquellas manos nunca me habían acariciado. Solía rozarme a hurtadillas con ellas en los muslos por debajo de la mesa durante la cena. En otras ocasiones aprovechaba para refregármelas cuando se giraba al ir a coger la botella de vino o al pasar por mi lado mientras yo hacía las tareas de la casa para ayudar a mi madre.

Al atardecer, procuraba hacerme la huidiza. Solo con escuchar el cierre de la cancela de fuera se me erizaba la piel y la lengua reseca se me pegaba al paladar hasta cortarme la respiración.

Pero frente a sus ojos, los de ella, nada sucedía nunca. Todo para mi madre era invisible.

Y del mucho callar, poco a poco, se me habían ido estremeciendo mis pordentros hasta agrietarme de tanto padecimiento mudo. O cuando delante de los amigotes, en la plaza, me salía al paso y me obligaba a arrimarme. «A mí no me hagas aquí ascos, que soy tu padre», me decía entre dientes. Yo intentaba escabullirme, pero entonces, por la espalda, me tiraba del elástico del sostén y me retenía durante unos segundos frente a las risotadas de todos. En ese momento, ya sabía yo que a la noche llegaría a casa bebido, aunque nunca con la sed de lo otro saciada. Aprendí a dormir sin dormir, a imaginarme sin ser y, sobre todo, a moverme con la misma quietud que los espíritus en las tientas de la oscuridad.

—¡Ya quisieran tener muchos una zagala tan lozana y tan buena hija como tú! —me jaleaba mi madre llena de orgullo cuando me veía salir a la calle con mi ropa holgada y sin el carmín que las otras chicas del pueblo ya se echaban para presumir.

Un día, el hermano de Reme me pidió salir. A mí me hubiera gustado sonreírle y darle la mano para que nos fuéramos de paseo por el camino de la mota del río como los novios. Pero a mí, lo que me hubiera gustado más, habría sido que sus ojos no se hubieran detenido en mis pechos. Porque ese día, el hermano de Reme restregó sus ojos con la misma mirada babosa de mi padre y yo no lo pude soportar. Le contesté que me dejara en paz.

Hubo otros hermanos de amigas que también quisieron pasearse de la mano por el río conmigo. Y cuando no quedó ya ninguno en el pueblo al que yo le dijera que no, entonces todos me dejaron en paz.

Todos menos mi padre.

—Esta hija es tan buena que, con tal de que no nos falte de nada cuando seamos viejos, se está guardando para cuidarnos —presumía mi madre en el mercado delante de las vecinas.

Pero yo sabía que aún me quedaba mucho para que él se hiciera viejo y se muriera de una vez. Y a mí, mientras tanto, los días me afligían y las noches se me pasaban ahogada en temblores.

Había tardes en las que mis tías venían a la casa. Entonces me tomaban de la mano y me miraban a los ojos como si buscaran en ellos la voz de mi silencio. Nos encerrábamos en mi alcoba y disfrutaban haciéndome bonitos peinados mientras me contaban historias de la gente del pueblo, de los que hacía ya muchos años que se habían marchado de allí. Tantos, que incluso de algunos no se sabía ni qué había sido de ellos. «Seguro que les ha ido mejor», me decían mirándose de reojo mientras me atusaban el pelo con cariño. Y así se nos pasaban las horas, enredando los cotilleos y los recuerdos de su juventud con las horquillas de mi moño.

—¡Asómate al espejo, estás preciosa con este recogido! —me dijo la chacha Juana mientras acercó su boca a mi oído —. Niña mía, tú no te esperes. Que a ti no se te haga demasiado tarde —me susurró mientras me pellizcaba en el brazo.

Y yo, en silencio, la escuché y bajé los ojos sin responder.

Cuando salí del dormitorio tan repeinada, mi madre me miró por primera vez de una manera diferente. Mi padre levantó la vista y dejó sobre la mesa el vaso de vino de un solo golpe. Echó su cuerpo para atrás, se acarició la boca con la palma de la mano y eructó sin quitarme el ojo de encima. Las tías cogieron el bolso y, con prisas, se fueron de la casa. Ya estaba oscuro. No cené, se me había revuelto el estómago. Quizá más tarde. Decidí acostarme temprano. Sería mejor no merodear mucho por la casa esa noche.

 

La cocina seguía en penumbras, así me sentí más segura. Con fuerza, hinqué el primer bocado a un pedazo de queso, tenía hambre. Me supo delicioso. Aún quedaba suficiente como para cortar varios cachos más. En ese instante, el silencio de la casa crujió. Me quedé quieta, sin resuello. Desde atrás sentí sus jadeos acercándose. Me tapó la boca con una mano mientras que con la otra rebuscaba por debajo de mi camisón. Vi brillar al trasluz la grasa que quedaba en el filo del cuchillo. Retumbó en mi cabeza el susurro de la tía Juana que me había dicho hacía tan solo unas horas.

No pensaba gritar, nunca lo había hecho. Apreté el mango y dejé que la hoja afilada terminara de cortar el queso. Me giré, le miré a los ojos y, por primera vez, le sonreí. A mí no se me iba a hacer demasiado tarde.

Después respiré con calma y vi el mandil sucio de mi madre colgando de un clavo. Lo descolgué y sobre su tela froté suavemente el cuchillo. Después restregué en él mis manos hasta que no quedó rastro alguno de sangre. Me senté en la mecedora junto a las brasas de la estufa. Cogí el pan y el queso y, tajada a tajada, fui comiéndomelo hasta quitarme la gana.

Tan solo quedaba esperar hasta que amaneciera.