PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA
RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2020
RELATO FINALISTA 2020
LA PEREZA
Vega Cerezo Martín
¡Qué mono!, ¡es una monada! ¿Lo has visto, mamá, qué mono?
Casi nos lo llevamos por delante con el coche. Estoy segura de que, si hubiera hecho el trayecto sola, sin mi hija, habría ido a más velocidad. Incluso por encima de la permitida. Me sé de memoria el camino de casa al pueblo. Podría hacerlo hasta con los ojos cerrados.
Una vez cometí la estupidez de conducir durante unos segundos con los ojos cerrados por una autovía que atravesaba tres veces a la semana por trabajo desde hacía más de veinte años. Fueron solo unos segundos. No pasó nada. Fue tremendamente estúpido, lo sé. Nunca se lo he contado a nadie porque es de idiotas jugarse la vida así. Por la misma razón que hago estas cosas, fumo. Es igual de estúpido porque sé que me matará.
El camino de casa al pueblo es un trayecto corto y con muchas curvas. Quizá no es tan fácil conducir por él con los ojos cerrados, aunque conozcas el trazado. Ahora que lo pienso mejor, estoy convencida de que es prácticamente imposible.
Esa tarde, la tarde que vimos al perro negro en el camino, Laura y yo bajábamos a por algo para cenar. De pronto nos entraron unas ganas enormes de cenar pizza y no había. El último que comió pizza no apuntó en la lista de la compra pizzas, y por eso tuvimos que salir a comprarlas, por el descuido de otro.
Al girar en una de las curvas topamos de pronto con el perro en mitad de la calzada.
A mí no me parecía nada mono, la verdad. Estaba desaliñado: con el pelo manchado de tierra y enmarañado de briznas de arbusto. No sabría decir qué raza era. Seguro que Laura la reconoció y llegó a mencionarlo, pero no debí prestarle atención. Pasé con cuidado al lado del chucho que en ningún momento se apartó de la carretera ni se tiró al coche como hace el perro que tienen en una casa cercana a la nuestra. Es un horror tener que pasar por allí con el coche porque el perro se vuelve loco y ladra y se echa encima del vehículo. Supongo que no pasará por allí gente con motos o bicicletas. Los habría descalabrado y me habría enterado, claro, porque esas cosas se cuentan enseguida. El perro de la casa azul se les ha echado encima a unos chicos que iban en bici y dos de ellos están en el hospital. Fíjate, si es que estaba claro que cualquier día íbamos a tener una desgracia con esa manía de no tener encerrado al puñetero perro sabiendo cómo es. Eso diría la gente y yo me habría enterado al ir a la compra o cuando Laura regresara de sus clases. Lo mismo es que solo ataca a los coches, vete tú a saber.
Parece que lo han abandonado, mamá. No le da miedo el coche. Pobrecito ¿no te da pena?
Sí, claro que me daba pena. De hecho, pensé que lo mataría algún coche si seguía vagabundeando por la carretera. Ese camino no está iluminado durante la noche. No hay farolas y las casas están alejadas de la calzada. Fue lo siguiente que pensé tras la sorpresa del encuentro: a este perro lo van a matar.
A Coco también lo abandonaron. Coco es nuestro perro, un braco. Lo abandonaron lejísimos de su casa para que no supiera volver. A veces pienso en su anterior dueño, viajando kilómetros y kilómetros con Coco en el maletero para dejarlo todo lo lejos que pudiera. Imagino su cara como la del malo en una película de suspense que lleva el cuerpo del niño que acaba de asesinar en la parte trasera de la Ford, envuelto en una manta, para enterrarlo en algún lugar escarpado y recóndito del bosque.
A Coco lo llevaron a otra provincia distinta, en verano, y allí lo dejaron, por viejo. Laura dice que seguro fue por eso, porque los cazadores utilizan a los perros de esta raza para atrapar a las perdices y cuando ya son viejos, no los quieren. Cuando me lo contó le pregunté si a mí también me dejaría de querer y me abandonaría en otra ciudad cuando fuera vieja. Me divierte bromearle con esas cosas. Me contestó que ya era vieja y que a pesar de ello me seguía queriendo. Sobre el abandono, no se pronunció.
Es cierto, ella cada vez más joven y yo más vieja. Desearía parar el tiempo para las dos. Me aterran los finales.
Seguimos por la carretera mientras Laura se compadecía del animal y yo veía su imagen empequeñecerse por el espejo retrovisor hasta que una curva lo borró del paisaje.
Nosotros ya habíamos salvado a un perro. Nuestra conciencia animal ya estaba en paz gracias a ese gesto de generosidad. Porque nosotros no habíamos tenido nunca perro en casa y tampoco lo buscábamos. Gatos sí, pero era distinto. Nos quedamos a Coco porque Laura se puso pesadísima y cuando fui con ella a verlo ya no nos lo pudimos quitar de la cabeza y tuvimos que convencer al resto de la familia para quedárnoslo.
Lo tenían unos amigos que se dedican de modo altruista a cuidar perros que la gente abandona y luego, les intentan encontrar una nueva casa. Su conciencia animal es infinita, no como la nuestra. Fuimos hasta el pueblo en cuestión y llegamos al lugar de encuentro: una pequeña nave que tenía alrededor terreno acotado al aire libre para que los perros pudieran jugar. Uno de los chicos sacó a Coco del interior de la nave. Salió con la correa ya puesta y lo paseó por delante de nosotras. Mirad, ¿veis qué bien pasea? Este perro ha sido amaestrado. Mirad, ni ladra.
Pobre, pienso ahora, haciéndonos aquella demostración de buen hijo. Tardamos dos días en decidirnos e ir a por él. Nunca más volvió a pasear así. Ha sido ingobernable desde entonces. Le mata el hocico y tira constantemente de la correa para comerse cualquier cosa que encuentra en el suelo: viva o muerta.
Supe del perro negro tres días después de encontrárnoslo Laura y yo en la carretera, o al menos supuse que era él. Una noche, de madrugada, los perros de Luis y Aurora comenzaron a ladrar insistentemente. Luis y Aurora viven enfrente de nosotros. Serían las cuatro de la mañana o así porque me despertó el sonido de los ladridos y miré el reloj de la mesilla de reojo. Escuché a Laura salir de su cuarto e ir a la cocina. Descalza, siempre va descalza por casa. Detesto que lo haga. Le regaño a diario por ello, pero no he conseguido corregírselo. De pequeña perdía los zapatitos constantemente a base de frotarse los pies hasta conseguir quitárselos. Me paraban una y otra vez por la calle para dármelos. Gente que caminaba unos pasos por detrás de nosotras y daba con ellos, abandonados, en la acera. Perdone, creo que este zapato es de la niña. Sí, gracias, es que no le gusta llevar zapatos. Tampoco los necesitaba por aquel entonces. Iba en sillita y no andaba todavía, pero aquellos inventos para sus pies, pese a no saber aún su utilidad, le estorbaban. Ahora soy yo la que tropiezo a cada paso por casa con el calzado de Laura. Los va dejando por cualquier parte, como ha hecho desde que nació.
A la mañana siguiente coincidí con Luis al salir de casa y le pregunté por el incidente. ¿Qué les pasaba anoche a tus perros? Pues un perro que andaba merodeando por aquí. Salí a ver si conseguía espantarlo, más que nada para que no molestaran los ladridos de los míos, pero el muy tontorrón no se iba. Ya sabes, la gente abandona a los perros en verano y los pobres no saben buscarse la vida. Se acercan a las casas y estos míos al menor ruido ya están ladrando. ¿Era negro?, le pregunté. Bueno, no sabría decirte, era de noche, pero desde luego tenía el pelaje oscuro; eso seguro. Marrón, negro… ¿lo conoces? Creo ─le dije─ que puede ser un perro que encontré hace unos días vagabundeando. Ya, me respondió Luis, con un poco de suerte alguien en el pueblo se compadecerá de él y le pondrá de comer.
Conté al mediodía, mientras almorzábamos los cuatro en casa, la conversación que había tenido esa mañana con Luis.
Jo, mamá, podríamos ir a buscarle, asearle un poco y… traerlo aquí, con nosotros. Lo estará pasando fatal. Respondí de inmediato: Ni mucho menos, Laura. Tenemos a Coco. Ya acogimos a un perro abandonado. Olvídate.
Pensé que Laura se iba a levantar de la mesa haciendo algún aspaviento, pero no fue así. Me miró y dijo: También me tuviste a mí y no por eso dejaste de tener otro hijo, ¿no? No es lo mismo, respondí. Ya, resolvió ella, para mí sí lo es.
Laura no quiere tener hijos, o eso dice. Ella solo va a tener perros y gatos y conejos; no sé, cualquier animal que pueda convivir en una casa. Esos van a ser sus hijos. Dice que las personas no le gustan, así, en general. Ya cambiará, pienso yo, pero quizá no lo haga; también es una posibilidad. Tendré perros, conejos, tortugas y gatos por nietos; y con ellos abrazaré mi vejez.
La idea de aquel ser abandonado a su suerte, merodeando, perdido, confuso, mendigando un poco de comida y afecto; me atormentaba.
Salí a buscarlo con Coco durante un par de días. Caminé por parajes que no eran habituales en nuestra rutina ordinaria de paseo con la intención de encontrarlo, pero no resultó. El perro no apareció. Pensé que seguro alguien en el pueblo se habría apiadado de él y le habría dado de comer y beber. En cuanto el animal identificara el lugar dónde le ofrecían alimento, no se movería de allí. Deseé que fuese así y dejé de buscarlo.
El martes 27 de junio salí a trabajar y antes de llegar al cruce que da acceso a la autovía, vi el cuerpo del perro reventado. Paré en el arcén y observé pasar a los coches bordeando el cadáver. Yo también había hecho ese gesto muchas veces, como tantos otros conductores. Es estúpido, porque no vas a empeorar su estado: está muerto, qué más da cómo de aplastado quede su cuerpo.
Lloré apoyada en el morro del coche, con el motor aún en marcha, mientras fumaba un cigarrillo y pensaba en mi conciencia animal, en la juventud de Laura, en su desafección hacia el género humano, en lo estrecho de casi todo, en los finales que siempre son una mierda porque matan algo que estuvo vivo y fue real, y en la pereza y la estupidez, sí; también en la pereza y la estupidez, mientras fumaba y lloraba a la vez.