PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA

RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2020

 RELATO SEGUNDO PUESTO

UN COLUMPIO EN EL BONSÁI

Antonio Pérez Abril

El cuerpo rodó por el cristal y siguió por el techo hasta caer sobre el asfalto. No supo si el frenazo se produjo antes o tras el golpe, pero al fin el coche se detuvo unos metros más adelante. Permaneció inmóvil debatiendo si aquella figura oscura y rodante era un ciervo o una persona. Su respiración era agitada y con aquella agitación buscó en el asiento su teléfono móvil. Aquel gesto tan cotidiano, tan involuntario, se detuvo ante la incertidumbre del bulto que yacía unos metros atrás. Giró el retrovisor hasta encontrar su propia mirada acuosa y alucinada, como una herida sin suturar. Siguió girando el retrovisor hasta que halló el cuerpo inmóvil tras ella. Un pelo enmarañado y una chaqueta azul lo confirmaron, no se trataba de un ciervo. Continuó observando aquella figura con la esperanza de atisbar un movimiento, una señal de que la vida aún habitaba en aquel ser encorvado y retorcido, un despropósito de malezas y heridas. El cuerpo no se movió.

Otro gesto involuntario le llevó a bajar las ventanillas con la esperanza de que el aire fresco y oloroso templara sus nervios. Fue consciente entonces de que la radio seguía encendida emitiendo aquel especial de domingo. La apagó. Siguió sentada unos segundos contemplando las posibilidades, no las consecuencias, de lo que acababa de suceder. Cuando era niña solía girar la cabeza ante la imagen atroz de gatos atropellados en el asfalto. Se preguntaba si sería capaz de acercarse. La figura del cuerpo sobre el firme, de aquella carne a merced de gusanos y cuervos, de unas cuencas oculares vacías saciando a las bestias de la putrefacción le estremecieron y supo que no podía dejarlo allí. Aún con el temblor en el pulso atinó a sacar un cigarrillo del bolso. Al llevarlo a la boca sintió el aliento a ginebra. Fumó en silencio, con la mirada clavada en aquel cuerpo sin nombre ni historia que yacía entre las cabriolas del humo azul. Cuando la colilla quemó sus labios, la aplastó en el cenicero repleto. Tenía que acercarse, comprobar si la ausencia de movimiento era, en realidad, ausencia de vida o solo un estado de inconsciencia en el que ella deseaba estar. Sintió envidia del cuerpo tendido, deseó ser ella la que yaciera en el cómodo asfalto, ser el deseo de un conductor ebrio. Con lentitud abrió la puerta. Aún hubo de dedicar unos segundos a respirar, a exhalar aquel aire puro que las montañas ofrecían, un espectáculo hermoso y sublime. Puso un pie sobre el asfalto, se levantó, pero algo le frenaba. No había desabrochado el cinturón. Eso le hizo detenerse unos segundos más. Finalmente se deshizo de las ataduras y salió del coche.

La danza de los pinos majestuosa y macabra. Su sonrisa invisible aterraba.

Era un hombre con ropa deportiva. Sus piernas dibujaban una curva imposible. Yacía boca abajo. Estaba descalzo de un pie. Unos metros atrás descubrió una zapatilla. Ignoró al cuerpo y sin saber por qué fue a buscar la zapatilla. Aún estaba atada, como si sostuviera el baile de un pie invisible. La cogió y volvió a caminar hacia el hombre. Pudo ver un hilillo de sangre brotando de sus orejas. Dudó si voltearlo. Lo primero será medirle el pulso, pensó, aunque medir el pulso no tenía sentido para ella, nunca lo había hecho antes. Dejándose guiar por las imágenes que había visto en series de televisión, dirigió sus dedos al cuello del hombre. Palpó aquí y allá en busca de pulso, pero no encontró nada. Lo mejor será girarlo, pensó. Se puso en cuclillas junto al cuerpo, tomó aliento y fue depositando sus manos sobre el costado del hombre. Solo es cuestión de tirar, se dijo, y tiró consiguiendo que el cuerpo rodara con facilidad. Aún permaneció en cuclillas junto a él observando su rostro. La sangre y las hojas lo cubrían todo, pero parecía vislumbrar la mueca de horror petrificada en su gesto. Sacó del bolsillo una toallita y limpió primero sus labios y luego sus ojos. Le pareció una criatura hermosa e irreal. Debería tener su edad y pensó en cómo se llamaría. Pensó que podría llamarse Juan, pero aquel era un nombre demasiado sintáctico para un ser tan hermoso y decidió que se llamaba Mateo, sí, Mateo era un nombre adecuado. Acercó el oído a los labios, pero se sorprendió al descubrir que más que percibir su respiración, desearía recibir un mordisquito en el lóbulo de la oreja. Aquello le ruborizó y siguió concentrada en su búsqueda de aliento. Permaneció unos segundos más atenta, intentando descifrar aquella música de la vida y el silencio fue roto por una profunda exhalación del cuerpo, una exhalación ronca y angustiada que le hizo caer de espaldas y dañarse los codos contra el asfalto.  El cuerpo emitía pequeños quejidos y la respiración se abría paso entre golpes de pecho entrecortados. ¿Se encuentra bien? Dijo no supo si gritando o susurrando, ¿puede escucharme? Pero el cuerpo pareció adoptar un lenguaje incomprensible para ella. En cualquier caso, aún había vida y esa pequeña esperanza pareció darle la lucidez para actuar y analizar las consecuencias. Pensó, de nuevo, en llamar a la policía, pero no sabría explicar su aliento alcoholizado, no podría justificar su peluca rubia y enmarañada ni por qué decía llamarse Daniela cuando en su DNI ponía Noelia. Pensó en arrastrar el cuerpo a la cuneta, abandonarlo a su suerte, pero recordó a las bestias de la putrefacción. Volvió a mirar el rostro de Mateo, cada vez le parecía más hermoso, un ser celestial. Deseó haberlo conocido en otras circunstancias, unas horas antes quizás, en aquel bar junto al puerto donde bebía un gintonic mientras observaba a los pequeños pesqueros salir a faenar, donde apreciaba como sus luces se iban haciendo pequeñas conforme se adentraban en el mar. Deseó que esa misma noche él se hubiera acercado a su mesa donde habrían hablado de sus vidas. Él le habría contado que era profesor de secundaria, pero que su verdadera pasión era la jardinería, le habría descrito el jardín de sus sueños, su colección de bonsáis, los jazmines y rosas que habitaban su hogar, de la extrema lasitud de los geranios rojos en la nieve. Ella le habría hablado de cristales y de una cuna manchada de sangre, de cómo el amor se derrumba como un castillo de naipes. A él le habría hecho gracia la comparación, aunque le acusaría de ser demasiado típica replicando que el amor es débil, pero trasplantable. A ella le parecería bien el símil y se fijaría en las arrugas de su sonrisa y le hablaría de las cicatrices de su cuerpo, de cómo habían llegado hasta ella. Él comprendería, se concentraría en levantar las vendas de sus muñecas y acariciar los puntos de sutura impregnados de yodo. Después le diría que las cicatrices construyen su propio lenguaje, que hablan de nosotros, y que su cabello era tan precioso como una ipomea en otoño. Tras varias copas, habrían terminado riendo en la salida del bar, compartiendo un cigarrillo, mientras imaginaban un columpio diminuto balanceándose en la rama de un bonsái. Después de lanzar la colilla sobre las aguas del puerto se habrían besado y ella descubrió que, si el amor se derrumba como un castillo de naipes, también es capaz de florecer como un tallo de vid. El cuerpo volvió a retorcerse y fue consciente de que seguían allí, en mitad de la carretera con el coche arrancado a unos metros de ellos. Fue entonces cuando vislumbró la salida. Acercándose a él, terminó de limpiar la sangre del rostro, le besó la frente y dijo que no se preocupara, que todo iba a ir bien. Con delicadeza, introdujo su pie en el zapato y le ató las cordoneras. Sacudió las hojas de su cuerpo y comprobó si quedaba algún resto de sangre en su piel. Después, asió sus hombros y fue arrastrándolo hacia el coche. A diferencia de antes, su cuerpo le parecía más pesado, pero notaba que tanto ella como él flotaban, se deslizaban bajo la danza de los pinos mientras Mateo emitía pequeños quejidos. Con un último esfuerzo, consiguió sentarlo en el asiento del copiloto, le puso el cinturón y rodeó el coche hasta sentarse frente al volante al lado de él. Echó su asiento hacia atrás e hizo una bola con su chaqueta que colocó bajo su cabeza. Mateo ya no emitía ningún gemido y tras detener la hemorragia que había brotado de su nariz, le colocó unas gafas de sol que tenía en la guantera. Allí quedó Mateo, estático sobre el asiento. Cada vez le parecía más hermoso. Deseó estar en casa, lavar y vendar su cuerpo, tumbarlo en la cama donde le besaría prometiéndole que todo iba a salir bien, que iban a estar juntos para siempre. El coche emprendió la marcha adentrándose en las nudosas carreteras de montaña. Encendió un cigarro pensando en lo afortunada que era y con Mateo semiinconsciente, subió el volumen de la radio, buscó su mano fría en el asiento de al lado y la apretó.