GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO TERCER PUESTO 2022

COMIDA RÁPIDA

Aaron Sáez Escolano

Beca siempre ha comido muy despacio. Yo, en cambio, soy un desesperado. Mis padres comen muy rápido. Mi hermana come muy rápido. Es una herencia conductual. Así que cuando me siento en una mesa en público intento por todos los medios no abalanzarme como un desquiciado sobre la comida. Pero Beca siempre ha comido muy despacio. Es un ritmo interno lento, una cadencia natural, una manera cuasi melódica de deshacer la comida en la boca utilizando cada diente estrictamente para lo que es, en su justo, óptimo y mesurado momento. Corta el incisivo. Desgarra el colmillo. Machaca el premolar. Es una máquina perfecta de convertir un filete en proteínas, pero despacito. Lo vi claro en nuestra primera cita. Tuve que apretarme muy fuerte las riendas imaginarias que me sujetan ante la comida para no estar pidiendo la cuenta cuando ella apenas si había comenzado con los antipasti.

 

Luego vinieron más citas, restaurantes italianos, hindús, pokes, tablas de sushi, en verdad esa tranquilidad suya prácticamente contemplativa como comensal nunca me incomodó del todo, de hecho, me quedaba yo muchas veces absorto en su delicada forma de dejar caer por su lengua los minutos, saborear las mezclas y paladear las delicadas notas de cada alimento en un largo peregrinar bañado en saliva mientras yo ya había pedido un segundo café.

 

Lo siento, tía, me excusaba yo, como rapidísimo, es de familia.

 

Ay, perdona, me decía ella con su sonrisa nerviosa y sincera, soy super lenta, ¿verdad?

 

Beca siempre me dijo que le hacía una gracia tremenda la velocidad de crucero a la que yo pasaba por los platos de comida como si fueran estaciones de metro: “Vamos a efectuar parada en burrata con pesto, tenedor en curva”, “esta tabla de quesos tiene conexión con ensalada de tomate y primer plato, no olviden sus pertenencias”. Me veía Beca como si fuera un oso pequeño en mitad de un picnic.

 

El tiempo pasó, el amor encontró su lugar, y nosotros un piso bastante apañado de un solo ambiente, eufemismo atroz, en el que pasábamos las horas, mirábamos películas, hacíamos el amor, y nos mirábamos comer. En algunos momentos, con esa obsesión del noviazgo de que todo sea parejo y equilibrado, yo sufría dramáticamente por nuestra falta de sincronía alimenticia e intentaba mantener el ritmo cadencioso de mi Beca. Por amor, por puro amor. Cada bocado era para mí un intento de reflexión y contemporización, verme comer debía ser un espectáculo similar al de observar a un velocista de 100 metros lisos intentar hacer marcha, pegando los pies al suelo, luchando por mantener en tierra, en boca, todo ese poderío explosivo que se lleva dentro. Yo cerraba los ojos, pensaba bien cada dentellada y seguía masticando una y otra vez cuando la comida era apenas ya una papilla que empezaba a darme un asco terrible en la lengua, y cuando después de miles de cucharadas yo la miraba para ver si podíamos irnos ya al sofá, ella aún resultaba estar colocando con calma una servilleta de tela en su regazo y preguntándome dulce si iba a beber agua o cerveza con la comida que yo ya había deglutido hacía rato.

 

Pero ¿por qué Beca comía tan despacio? Su charla era más o menos normal, sosegada, solía llevar la voz cantante porque de natural yo soy un poco soso y en su trabajo en verdad pasan muchas cosas todos los días. Pero tampoco era ella una catarata de historias y anécdotas que necesitara desembuchar. El caso es que ella comía lento, ya está, no había ni misterio ni psicoanálisis posible. Yo terminé por achacarlo simplemente a su propia naturaleza, a la naturaleza animal, pero en verdad los perros y los gatos comen deprisa, hay un sentimiento atávico de “come presto, acaba con todo, cuida tus espaldas y sal de ahí lo más rápido posible o tú serás la próxima cena”. Tal vez su lentitud fuera un simple gesto de civilización, y el animal, claro, era yo.

 

La única constante de mi vida ha sido siempre la inconstancia. Por eso Beca nunca le dio importancia a mis sucesivos, arbitrarios e innumerables ataques de cambio de costumbres.  Me veía una y otra vez leer y comentar artículos de internet que hablaban de los beneficios del zen, o del sexo tántrico, o de tomar un vaso de agua caliente con limón nada más levantarse en ayunas, y por eso cuando yo me dedicaba en cuerpo y alma a explicarle mi nueva y apasionante rutina, abocada al fracaso, ella apenas me miraba tierna, me daba un beso y me sonreía. Beca siempre fue más lista que yo, un día cualquiera toda esa retahíla de nuevos hábitos que iban a salvarnos la vida, se me olvidaba sin más. Dejé de hacer deporte, abandoné mi diario de sueños, nunca me gustó el té chai, y por supuesto jamás acudí a aquellas clases de cerámica. Por eso Beca no se hizo muchas ilusiones cuando le comenté que había descubierto un fascinante artículo en el que explicaban cómo comer lento y triturar mucho la comida en boca, como hacía ella, prácticamente alargaba la vida veinte años. Los artículos siempre son un poco exagerados, pero si un artículo exigiera un gran cambio en tu conducta para alargar doce días tu existencia, no tendría ningún éxito.

 

Comencé a masticar muy despacio. Lo había intentado por amor y convivencia, pero ahora lo intentaba por propia salud y por un artículo de internet. A Beca le hizo gracia. Al principio me animaba y celebramos juntos cada pequeño logro, como aquel día que yo me acabé el café y ella casi empezaba por el postre. Fue un gran día. Las noches en los bares y restaurantes comenzaron a ser de una mejor calidad, obligado a masticar muchas más veces, mi apetito voraz se atemperó y entre plato y plato gastábamos el tiempo en bellas conversaciones, intercambiábamos datos, comencé a entender más las múltiples vicisitudes a las que se enfrentaba en su trabajo, nos comprendíamos ahora, tras años de relación, a un nivel más sincero y profundo en cada velada y por fin, en un mexicano, llego ese día en el que terminamos nuestras micheladas al mismo tiempo.

 

De repente, sin saber cómo, esa noche conseguí alcanzarla, y desde entonces siempre comíamos a la par. Todos los días. Todas las noches. Meriendas y postres. Ya habían pasado más de dos meses y mi encabezonamiento otras veces fútil y vago no se había desvanecido en esta ocasión. Yo seguía alargando las menestras, las conversaciones, libaba las natillas. Ella me contaba problemas de lejanos parientes que yo con el tiempo comencé a sospechar que ni siquiera existían y que utilizaba como pretexto tal vez para no meter la cuchara en la sopa. Beca resolvía crucigramas en la mesa. Yo me pasé a los cubiertos pequeños. Ella comenzó a comer con palillos. Yo usaba pajitas de metal para las bebidas. La situación empezó, no sé muy bien cómo ni por qué, a tensarse, y cuando un día ella no pudo evitar terminar su trozo de pizza ya fría antes que yo, la situación se desbordó. Le pregunté qué le pasaba, yo aún con la boca llena, pero se fue corriendo sin mirarme, se metió muy rápido en la cama y aunque me dijo, nada, nada, la oí sollozar.

 

A la mañana siguiente me miraba recelosa en el desayuno y apenas me habló. Yo masticaba una tostada hasta reducirla a lo atómico, y cuando le pregunté qué quería que le preparara para comer me respondió de mala gana “tú sabrás”. Y se fue al curro.

 

Pasaron unos días y ahí estaba yo una tarde cualquiera degustando un yogur en nuestro sofá cuando Beca llegó del trabajo, me saludó con un pequeño gruñido y entró directa al baño. Yo estaba viendo un documental en la tele al que apenas prestaba atención y fue entonces cuando escuché a Beca desde la ducha, con un tono que le desconocía hasta ese momento, gritarme desesperada “¿también vas a masticar el puto yogur?”. Me imaginé que el “gilipollas” que cerraba la frase lo dijo por dentro, yo en el fondo de mi corazón lo escuché nítido. Posiblemente, si lo pienso, sí que estaba masticando el yogur.

 

La noche siguiente fuimos a un italiano fetén que siempre nos moló mucho, vasos de cobre, mantel a cuadros, grisines, parmesanos, el rollo de siempre. Noté que Beca estiraba cada historia y cada frase un poco más de lo habitual, dividía su porción clásica de pizza en unas ínfimas dieciseisavas partes de circunferencia y rellenaba el vino blanco muy poquito a poco, medio dedo cada vez, un milímetro cúbico apenas, que le duraba unos tres sorbos, repartidos cada veinte o treinta bocados de su porción de pizza casi reducida a una tira de trigo con un vestigio de jamón de Parma y champiñón. Ya no podía negar más la realidad. Era obvio y desconcertante, pero era cierto. Beca quería comer más despacio que yo. Cuando llegaron los fusilli con trufa y pistachos entendí que aquello se iba a hacer largo. Salimos los últimos del restaurante. Dimos todos los tragos posibles a un tapón de limoncello. Volvimos a casa dando un paseo y sin hablar. Hicimos el amor callados. Dormimos de espaldas.

 

Unos días más tarde acudimos a una comida familiar en casa de sus padres.  Mantuvimos fijas el uno en el otro nuestras miradas hasta que llegaron el resto de invitados. Seguíamos masticando durante horas una almendra frita de las que nos había sacado su abuela en el aperitivo. Amontonamos platos casi sin tocar con un cortés “todo está riquísimo”. Continuamos aminorando más y más el ritmo de nuestras mordidas. De la misma forma que la gente que se enfrenta a temperaturas gélidas es capaz de bajar su propio pulso, disminuir el ritmo cardíaco hasta la mínima expresión, así nosotros modulábamos el entrechocar de nuestras mandíbulas arriba y abajo hasta conseguir un vaivén exacto con el que confirmábamos al resto de los comensales que al menos seguíamos vivos. Antes de darnos cuenta los hermanos y sobrinos de Beca se habían ido y nosotros apenas comenzábamos el plato principal. “Os pongo un tupper”, fue lo último que escuché decir a su madre mientras nos despedían.

 

Al llegar a casa teníamos hambre. Beca hizo una tortilla francesa. La puso en un plato y la partió por la mitad. Yo la miraba sin hablar. Dejó mi parte sobre trozo de pan y comenzó a hacer la maleta.

 

Pasó el tiempo. Hace poco la encontré paseando en un parque cerca de casa, estaba guapa como siempre, se la veía contenta, nos reímos mucho, le di un beso en la mejilla al despedirme. Beca comía noodles de una caja de cartón del Restaurante Asian Kitchen que tanto nos gustaba.

 

El Asian Kitchen cerró hace tres años.