GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO FINALISTA 2022

DE BRUJAS Y VACAS

Carmen Oliveros Ortuño
“En el tiempo paralelo de la foto, el aire siempre está detenido, sonríen
los muertos, este roble jamás será alcanzado por el rayo; no hay lugar en blanco y
negro para el daño”
Eloy Tizón – Velocidad de los Jardines

Al final del estrecho camino, crece un espeso bosque que se extiende durante kilómetros hasta el pie de la montaña. Solo hay una casa. Separada del resto del mundo por el robledal. Está cubierta todavía por la nieve que ha caído durante la noche. Debido a la nevada también el camino se ha desdibujado, y la casa, con sus muros de piedra y su techo a dos aguas, parece desvanecerse en el paisaje como una espectral acuarela. Solo el humo escapando por la chimenea encendida puede delatar su posición.

En ella vive sola una mujer.

En el pueblo más cercano nadie la conoce. No queda nadie vivo que sepa de ella. Quizá supieran de su marido. Salió una mañana a cortar leña con la cuadrilla y mató de un hachazo al capataz, que era su primo hermano. Luego se escondió en el bosque o huyó en un barco a América, nadie lo volvió a ver. Aquel arrebato fue poco después de lo de su hijo. Cuando la mujer se enteró, encerró a todas las vacas dentro del cercado y se refugió en la casa dejando crecer a su alrededor un muro de hiedras y madreselvas. Como envejeció rodeada de vacas y nadie volvió a escuchar su voz, corrió el rumor de que era una bruja, y los niños probaban su valentía tirando piedras a las ventanas para provocarla y hacerla salir. Nunca lo hizo. Después, aquellos niños crecieron y siguieron contando la leyenda de aquella bruja que hablaba con los animales.

En esa tierra de pastores y lecheros, de casas remotas, a los días en la granja se los llevaba la rutina. Allí se levantaba una antes del amanecer, encendía el fuego, ordeñaba las vacas, desayunaba algo de café con pan, limpiaba y arreglaba la casa. Después de comer, elaboraba los quesos. Grandes quesos de bola. Dejaba la radio encendida durante todo el día para evitar el silencio. Y por la noche se sentaba a escuchar alguna novela mientras remendaba su ropa una y otra vez. Aunque hacía mucho que en todas las aldeas habían ido mecanizado la tarea de extraer la leche, ella seguía haciéndolo a mano. Le gustaba sentir el tacto de la ubre. El calor de la leche salpicada. Su olor.

Sus vacas estaban acostumbradas a un cuidado amoroso y tranquilo. Antes de tomar entre sus dedos las ubres calientes las calmaba acariciándoles el pelo recio del lomo. A veces incluso les cantaba. Me escuchan, piensa, y hasta parecen entender el tono de mis memorias. Las memorias tristes dan leche más agria. Pero los días de relatos alegres dan para hacer quesos más blancos y de sabor suave. Siempre debería contarle aquellos, pero entonces ¿de qué serviría tener unas vacas que escuchan y entienden? ¿A quién contaría mis historias apolilladas?

Los terneros andan desde que nacen, les bastan dos pasos torpes para aprender a caminar. No son como los bebes humanos que dependen de tantos cuidados. Si los dejas un momento se esfuman y solo regresan en sueños. Hay que tener cuidado con los niños porque además cuando se van dejan un profundo vacío, largo y oscuro como un pozo.

Se dio cuenta de que estaba embarazada una mañana al notar en la camisa una humedad desconocida. Palpó sus pechos y vio escapar una gota de leche. Poco después llegaron los sopores y el cansancio. Su cuerpo fue adquiriendo redondeces de ánfora, abultándose el vientre y las caderas. Para evitar las náuseas que le provocaba el olor del establo, arrancaba algo de hierbabuena y lo ataba con un pañuelo debajo de la nariz antes de entrar. No dejó de trabajar nunca.

Tuvo a su hijo una tarde de finales de septiembre, sola y en la cocina, mientras preparaba la cena. Llevaba el faldón amarrado a la cintura y estaba descalza. Aguantó el dolor creciente en los lumbares sin gritar y cuando no pudo más se puso en cuclillas. Tuvo que sacar al hijo y golpearlo hasta que dio su primera bocanada de aire. Se tumbó después en el suelo junto al fuego, con las piernas aún temblorosas, y tras varias contracciones más pudo expulsar la placenta. No lloró hasta que lo supo vivo. Un llanto hecho de alivio, felicidad y cansancio. Lo acomodó sobre su pecho y abrazándolo, respiró el olor inefable de su recién nacido que se mezclaba ahora con el aroma del guiso cocinado a la lumbre. Estaba especiado con canela porque su madre siempre le dijo que le haría subir la leche.

La maternidad fue un acto ineludible. Por eso se sorprendió echando de menos a veces su apacible y tranquila vida anterior. Amaba a su hijo sobre todas las cosas, pero temía la incertidumbre y responsabilidad de los cuidados. Después descubrió que no sabía dar el pecho. La naturalidad con que otras mujeres acometían esta tarea se volvía en ella un acto artificial y doloroso. Odiaba la sensación del chupeteo, el pudor de sacar el pecho frente a otros, exponerse a las miradas. Tener los pezones encarnados y con costras. El hijo chupaba hasta hacerlos sangrar, pero apenas brotaban unas cuantas gotas. Después su leche no fue suficiente y la situación empeoró. Se sentía además culpable. El niño no engordaba. Su leche debía ser mala pero no podía decirlo. Así que fingía amamantarlo para mantener las apariencias. Hervía leche de vaca y se la daba a escondidas. Todos comenzaron a admirar entonces lo bien comido y grande que iba creciendo. Y ella sonreía y miraba al suelo, ruborizándose con los halagos infundados, tragando saliva y rogando que no se descubriera nunca el engaño.

De todos los hombres que conoció en su vida su marido fue el único que la atrajo. Tenía unas enormes manos, callosas y anchas. Y una barba imponente le cubría toda la cara. De entre todos los hombres que había conocido también era el más callado. Era alto y recio, apenas había conocido otra cosa que no fuera el hacha y el monte. Talaba árboles desde que era un niño. Con un golpe seco partía en dos las ramas. Antes de casarse no habían cruzado más que dos miradas. Ninguna palabra. Sus padres se conocían y acordaron el matrimonio como un trámite. Fue la última de las hermanas en casarse y no recibió ninguna dote. Pero todos sabían que era trabajadora, que cosía y cocinaba, y que podría encargarse de las vacas.

El primer beso fue en la noche de bodas, como todo lo demás. El marido pasaba la mayor parte del tiempo fuera, y solo compartían el tiempo de las comidas, charla insustancial y monótona sobre las rutinas del día. Jamás un grito. Tuvo suerte. Jamás una mano encima. Cuando algo no parecía contentarlo lo advertía una sola vez mientras sorbía la sopa sin levantar siquiera la mirada del plato. No había discusiones. Ella acataba sus recomendaciones y se amoldaba a sus expectativas. Sabía cumplir porque había sido educada para eso. Pronto el fuego del hogar fue estrechando el vínculo entre los dos desconocidos convirtiéndolos en compañeros. Cada uno cumpliendo su rol dentro del matrimonio. Era una casa silenciosa la mayor parte del tiempo. Turbada solo por el sonido de las bestias y la naturaleza: el fuego crepitando en la cocina o la lluvia en las ventanas.

En las noches, sin embargo, compartían una comunicación hecha de caricias y besos, y fueron construyendo un hogar confortable y tranquilo. Parecía amor. Un amor a su medida que la llegad de su primogénito terminó de consolidar.

El niño creció entre animales. Apenas lloraba. Su madre lo llevaba a todas partes atado a la espalda y lo acostumbró pronto al olor del estiércol y la compañía de bestias. Si la vaca pasaba su áspera lengua por la cara sonrosada del bebé, este respondía sacando la lengua y copiando el gesto. Aprendió a gatear imitando a las cabras recién nacidas. Las seguía por todo el pasto con torpeza de potrillo. Incapaz de alcanzar a los animales que con ágiles brincos cruzaban el corral. Su madre lo observaba sin dejar de realizar las tareas de casa y pasaban el tiempo en compañía mutua. Por las noches se acurrucaba en el jergón entre sus padres, y compartían el calor de sus abrazos. El niño creció y aprendió a caminar. Nunca se puso malo. Acompañaba a su madre al establo y empezó a ayudarla con algunas tareas. Cepillando a los terneros y ordeñando a las vacas. También aprendió a beber la leche a la que tan acostumbrado estaba, directamente de la ubre.

Quizá fue un bocado con sus pequeños dientes de leche lo que la asustó.

Puede que fuera la primera coz la que le partió el cráneo. Quedó a merced de los golpes, como un barco a la deriva en el mar agitado de la espantada. Quizá ya no sintiera entonces el peso de los animales quebrándole los huesos. Cuando lo encontraron, con la cara enterrada en el lodazal de boñigas y barro. ¿Qué podían hacer más que chillar y recoger los restos? Su cuerpo inerte. ¿Patear a las vacas que ajenas a todo pastaban sus quijadas, rumiantes y bobas? Qué podían hacer más que retirar el barro, lavar el cuerpo y colocarlo sobre un lecho de flores para dar el último abrazo frio e irremediable.

En los días que siguieron, el silencio se apoderó de los muebles, los dejó petrificados. Tras el funeral, las visitas de familiares y amigos se fueron espaciando hasta desaparecer. Nadie soportaba atravesar ese umbral que impregnaba las ropas de una viscosa tristeza, como de una espantosa brea. El matrimonio bien avenido se encontró de repente en un purgatorio cruel y preciso, lleno de miradas vacías que apuntaban hacia la cuadra a través de la ventana cerrada. Solo quedó el silencio, la congoja encadenada y la certeza del punto de inflexión.

Puedes tratar de evadirte remendando ese calcetín mientras te meces durante horas. Realizar los trabajos más agotadores. Invertir toda tu energía en tareas arduas y extenuantes. Puedes talar todo un bosque hasta que te sangren las manos. Pero nada sanará la cicatriz. Solo queda habitar los días crudos y grises. Una sucesión de rutinas inanes.

En esos días empezó ella a desarrollar el idioma de los animales, el de la soledad, quizá, el de las brujas. La noche que su marido se desvaneció, había nevado mucho. La ventisca agitaba los pilares y ventanas y se colaba por los resquicios de la madera. El viento hacia un ruido siniestro. Parecía la voz de un niño que lloraba.