GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO FINALISTA 2022

EL PEOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO

Ana Andújar Ruiz

La gente cree que empecé a trabajar como maestra en el circo por vocación. Pero no: ese año también había solicitado trabajar en la escuela de adultos, en las aulas de la cárcel de mujeres, en unos treinta y cinco colegios ordinarios, en cualquier Mercadona de la geografía nacional y de reponedora nocturna en Carrefour. Apilar cajas de copos de avena me llenaba igual que enseñar a leer a un tierno infante. Quería dinero para largarme de aquí, tenía que ser bastante y tenía que ser ya.

“Los interesados en dar clases en los circos deben contar con el título de Graduado en Educación Primaria o Diplomado en Profesorado de Educación General Básica. Deben tener disponibilidad para viajar durante todo el curso escolar y aceptar la singularidad de la vida en los circos y del ejercicio de la docencia en este contexto”. Crucé media AP-36 hasta Plasencia, donde septiembre era solo un estado de ánimo y unos cuarenta y tres grados me esperaban a mí y a la directora del Circo Lehman.

–No tienes pinta de maestra.

Y me dio la espalda para guiarme hasta el camión que haría las veces de mi casa y el aula. Su cara no era muy diferente a su nuca: un bocadillo de pliegues de carne, brillantes por el sudor, con pelo ralo donde podría ir una nariz o una boca.

–Usted tampoco tiene cara de apellidarse Lehman.

Los pliegues de carne se volvieron con agitación, hasta ser una cara de nuevo.

–Lehman es Gabriela Lehman, la admiradora alemana que salvó a Popov de morir en la calle. A Popov tampoco lo conoces, ¿no?

–No me suena.

-El mejor payaso de la Unión Soviética. Su padre trabajaba en la Segunda Fábrica de Relojes de Moscú y lo acusaron de intentar matar a Stalin con un reloj-bomba. Se pudrió en la cárcel y él entró al circo porque eran los que tenían las mejores cartillas de racionamiento. Se convirtió en una leyenda. Aquí hacemos su famoso número con el perro. Lo enterraron vestido de payaso.

– ¿Al perro?

–No has estudiado mucho sobre circos para venir a uno.

No había estudiado mucho sobre nada.

–Amin te traerá luego a los chavales y le echará un vistazo a los grifos, creo que alguno no funcionaba.

– ¿Amin se encarga de los niños?

– Amin se encarga de los animales. Los niños se encargan de ellos mismos.

El aula se llenó esa tarde: dos pequeños de cuatro años, con sendos coches de plástico como material escolar; un chico de nueve, orejón y con las pestañas rubias, que se pavoneaba de saber hacer divisiones con tres cifras; dos hermanas de doce y trece años, vestidas idénticas, y una chica de dieciséis, alta y con una melena negra hasta los riñones que miraba impaciente el reloj del móvil, martilleándolo con sus largas uñas de unicornio.

–Profesora, la función empieza en cuarenta y cinco minutos.

Miré los papeles que me habían hecho llegar desde la Consejería, donde se explicaba la metodología que seguiríamos al converger edades tan dispares en ese espacio insólito. En los márgenes, unas notas a lápiz que había hecho por la mañana apoyada en el salpicadero, donde contaba quién era yo, qué material necesitaba, qué esperaba de ellos.

–Vale. Pues nos vemos aquí todos los días de nueve a tres. Ya podéis iros.

Las hermanas no-gemelas agarraron a los enanos y salieron dando brincos. La mayor meneó la cabeza y se fue con cara de fiasco. Conocía esa mirada: es la decepción que causamos los adultos.

 

No fui a ver el espectáculo: no quería saber de qué eran capaces esas personas hasta que no me las cruzara y hablara con ellas. De lo contrario me sentaría en el comedor con la acróbata de las anillas que se elevan sobre el público y no dejaría de mirar esas poderosas ingles, de imaginar qué podría hacer con ellas. O coincidiría con el maestro de ceremonias, un deslucido payaso que por arte de la meritocracia comienza el show como mendigo y termina de banquero de chichinabo, y empezaría a odiarlo sin remedio, como aborrezco a todo aquel que vive con una ilusión desmedida su trabajo. Me quedé fumando en la puerta del camión-escuela-casa, con la maleta sin deshacer por la desconfianza hacia mi persona, hasta que la función terminó, el escaso público brotó de la carpa camino a casa y solo quedaron las luces del resto de caravanas y el rugido de los generadores.

– ¿Qué tal el primer día? –me preguntó Amin, que surgió de la nada con dos cubos de pienso. Durante esa semana había visto a Amin con una camiseta de equipo de fútbol diferente cada día: la blanca edición especial de la Séptima del Madrid, la segunda equipación del Atlético, la elegante rosa y negra del Palermo, la verde botella del Bremen, la que regalaba el Mundo Deportivo del Barça el verano del segundo triplete. Todas le quedaban pequeñas, intentando soportar los mullidos cilindros de carne prieta de sus brazos, el cuello enorme como una basa dórica. Adivinaba el sufrimiento de una entrepierna escocida por el roce constante de dos muslos demasiado grandes para este estrecho mundo.

– ¡Todo bien! –e intenté sonreír, tirándome la ceniza al levantarme de un salto de las escaleritas. No había nada más patético en mí que cuando intentaba mostrar entusiasmo por algo.

– Ya. Dice Wesal que no habéis dado clase–  no sonó a reproche. Dejó los cubos en el suelo y también se encendió un pitillo.

– ¿Wesal?

–Es mi hija. La mayor de la clase.

–Ah. La mayor.

La noche daba un respiro al bochorno del final del verano. Notaba el calor que había ido cargando la tierra seca bajo las zapatillas como una batería. La brisa que corría leve dando esperanzas de refrescar el ambiente, llevaba adherida el olor del estiércol de los caballos del espectáculo, que dormían a escasos metros de mi camión. Los árboles que nos cubrían eran un privilegio del que solo gozaban aquellas bestias dignas, y la maestra.

–Pasado mañana salimos para Salamanca. Allí te coincide fin de semana, podrás tener una par de días libres para hacer turismo.

– ¿Qué tipo de animales hay en el circo, Amin? Creía que ya no permitían ese tipo de espectáculos.

– Perros. Hay muchos perros. Y los caballos que has visto. Antes era más emocionante.

Imaginé a Amin limpiando el cuerno del único rinoceronte albino del Poniente, cepillando los colmillos de la saga de elefantes más magnífica que ha danzado bajo esa carpa impermeable. Amin secándose el sudor en la camiseta de la Juve, dejando ver un buche peludo y redondo y salvaje como los dromedarios que debía frotar cada mañana para eliminar pulgas y gusanos de gancho. Aquí y ahora Amin solo llevaba unos cubos con alimento de animal doméstico para una veintena de caniches, diminutas divas dictadoras de caricias y pienso seco, y eso despertaba una fascinación que me hizo sentarme y cerrar las piernas para evitar el colapso.

 

En clase, los chavales demostraron su autonomía lejos de la gubernamentabilidad de lo que debían o no debía aprender. Quienes seguían con la enseñanza de los números y las letras se sentaron juntos en el suelo, sacaron fichas usadas de la anterior profesora de un cajón del que yo ignoraba su existencia, pintaron encima, recortaron figuras con ellas, dibujaron un mapa para ayudarme a moverme por las roulottes del circo, y narraron diferentes cotilleos y aventuras como la fuga de la primera maga tras la ruptura con la directora, lo que le provocó esa grave caída del cabello (“las calvas son los agujeros de su corazón”, dijo una de las pequeñas), o aquella vez que alguien incluyó entre los cuchillos falsos del lanzador una daguita de la estación de servicio de la Roda, y Consolación, su ayudante, tiene todavía la marca del afilado roce en la oreja derecha, algo que al final “le da un aspecto de mala malísima: lo que es”.

Wesal leía y escribía en una mesa aparte, mirando el móvil cada dos frases y con una capacidad sobrenatural para no perderse en su propia distracción.

– ¿Sobre qué escribes? –le pregunté. Obviamente yo no le había encargado ninguna tarea y nadie allí parecía necesitarme.

–Nada. Mis cosas. – y tapaba a la vez la libreta con las dos manos, ocupadas en el teclado del móvil, donde entre sus funciones (leer, escribir, hablar) no entraba el mirarme.

–Ayer conocí a tu padre.

–Pues muy bien – aunque por un momento detuvo la velocidad de sus pulgares sobre el teclado táctil.

–Me parece muy interesante lo que hace. Podrías escribir de eso, contarme qué más hace tu padre.

–No es interesante. Da de comer a los perros de las acrobacias. Limpia la mierda de los cajones de los animales. A veces también de las de las personas.

– ¿De las personas?

–Los tanques del váter de las caravanas.

–Mm. Me parece interesante.

–No lo es.

–Y tú, ¿qué quieres hacer cuando termines la ESO?

– No lo sé. Pues aquí.

–Podrías dar clase. Llegar a ser la profesora del circo.

– ¿Es interesante?

–Como limpiar la mierda de caballo y dar de comer a los perros.

Arqueó las cejas y siguió pasando storis. Había conseguido que le molestara más mi presencia que a mí misma.

–Va a ser un curso interesante, ya lo verás.

–No lo creo. – y se echó un selfi.