GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO FINALISTA 2022

EL PULPO

Adrián Abshagen Castro

—Le juro que conocí a Willie en aquel tugurio a las afueras de Sittwe, en un pueblo llamado Manubin.

»Desde el comienzo supe con qué tipo de persona me enfrentaba. Era un depredador. Por eso mantuve las distancias hasta que fui creyendo conocer sus hábitos, por dónde se movía y, sobre todo, sus puntos débiles.

»Para investigarlo fue necesario, ya imagina, mancharme de miseria. Chapotear en los lodazales de la pederastia. Pero para eso me pagaban las familias de los niños desaparecidos, ¿no? Una cosa es llegar hasta el fondo del asunto, ensuciarse, sí, aunque solo sea por dinero, pero otra muy distinta es disfrutarlo. ¿Comprende lo que le digo? En ningún momento disfruté. Créame. Me repugnaba.

»Nueve semanas antes, les mandé a los padres las primeras fotos impresas. Las tomé al despiste. Apenas se apreciaba que era él: Willie, con sus hombros siempre abatidos y su mirada de caracol que arrastraba por el contorno de las cosas.

»Unos días antes de enviarlas, el rangunés que llevaba la tienda de revelado de fotografías me llamó. Confiaba en él. Como usted sabe, aquí en Birmania la gangrena de los menoreros lo pudría todo. Hasta que llegó el alzamiento militar. Por la cuenta que le traía, no creo que fuese él, el rangunés, quien me delatara. Entiéndalo: dinero occidental.

»Hablábamos en un francés rudimentario. El imprimía las fotos los lunes, las mandaba a mi apartamento, sin preguntas.  Yo le pagaba el triple. En aquellas fotos solo se veía un fondo de playa y a Willie cogiendo del culo a una diminuta figura de piel cobriza. Un preadolescente. Era imposible adivinar si el gesto era amistoso o estaba atravesado por la lujuria. Pero los dedos de Willie parecían apunto de clavarse en el trasero del chiquillo, como anzuelos ensartados en carne. Le pedí al rangunés que me hiciera varias copias a color, por si el correo aéreo las extraviaba.

»Pasó una semana. Los padres de Max y Chrystel lo confirmaron por correo electrónico: era él. El mismo Willie que había vivido en la calle Butte Way, allá en Fresno.  Me enviarían el dinero a través de Western Unión. Me pidieron que diese un paso más allá.

»Coincidí con Willie varias veces en el supermercado. Solía comprar coco, tortitas de importación y huevos. Intenté que poco a poco mi imagen le fuese familiar. Dejársela guardada en su disco duro mental, ya sabe. Empecé por saludarle desde la lejanía, desde el otro lado de la calle. Algunas ocasiones, Willie me miraba y se quedaba parado en el sitio, receloso, como si supiese más cosas de las que yo pudiera imaginar.

»Otros días nos cruzábamos en la playa, algunos en los bazares de electrónica, hasta en la farmacia. Y con el tiempo comenzó a devolverme los saludos. Primero serio y con el ceño fruncido, después, tras unas semanas, con una ligera media sonrisa que le deformaba su rosto invertebrado. Más que un caracol empezó a parecerme un pulpo, un cefalópodo inteligente. 

»Yo siempre esperaba a que él entrase primero a las tiendas. Escuchaba qué pedía, y con disimulo, encendía la grabadora. Solo me hizo falta un par de veces, puesto que pronto descubrí que Willie era, lo que se dice, un animal de costumbres.

»Pero los jueves parecía escurrirse y desaparecer de Sittwe. Tampoco iba al local en Manubin. Y decidí colocarle en su moto un geolocalizador rudimentario que no pude recuperar.

»Cuando recibí el ingreso que cambié a kyats, informé a las familias de mis nuevos descubrimientos. Les había mandado ya diez fotos de Willie; para la última me la había jugado. Una noche en que los monzones todavía dejaban sus retazos de lodazales y de vendaval, hubo un apagón generalizado y me colé en la parcela que Willie había alquilado. Era un jueves.

»En esa última foto, aunque se veía toda una serie de aparatajes coronados por un ordenador, era imposible apreciar aquel rumor de lamento que reverberaba en las paredes. Me quedé petrificado durante unos minutos. Era como si el aire sollozase o una cría de mono se hubiese quedado atrapada en alguna parte. Me cercioré de que las videocámaras siguieran apagadas. Activé el flash y me esfumé.

»A los padres les solicité un adelanto dos semanas antes: veinte mil dólares. En cuanto a la forma del pago, les informé de la situación en la que se encontraba el país. Las tiendas de cambio de moneda estaban cerrando. El kyat se desplomaba. Les pedí que realizaran el pago en cuatro divisas distintas a cambio de las nuevas informaciones. Eran de primera mano, de boca del mismo Willie.

»Las fotos ya no tenían sentido; y además, el rangunés comenzó a pedirme quince veces el precio original. Según dijo, le estaba siendo imposible encontrar papel fotográfico y la mezcla química para el revelado. A las familias las insté a esperar antes de emprender acción alguna puesto que tenía que recuperar el geolocalizador.

»Y entonces, tras dos meses cruzándonos, sabiéndonos casi vecinos, asiduos al atroz burdel en el poblado de las afueras, le dirigí por fin la palabra. Clic, la grabadora. Le pregunté en la farmacia si volvería a ir a Manubin aquella noche.

»Que yo también fuese americano le sorprendió. Me creía ruso. Decidí pagarle el Popper, la ketamina, la Viagra y unos opioides orales. Entonces, dedicándome una mirada tentacular que me ensució hasta los huesos, me dijo que no, que con casi toda seguridad iría al día siguiente. Se secó el sudor con el antebrazo y se marchó.

»Volvimos a coincidir en Manubin, tal y como esperaba. Unas horas antes, negocié con el dueño del prostíbulo. Me costó una hora convencerle: yo no era policía ni del gobierno ni nada que ver. Por algo más de medio millón de kyats en metálico me permitió instalar una cámara en una de las habitaciones. Las demás las mantendrían ocupadas toda la noche.

»Willie llegó en su motocicleta. Me saludó elevando las cejas y se sentó junto a mí. Entonces le señalé hacia una esquina del prostíbulo donde había una silueta absorta. La niña jugaba con una especie de marioneta. Aquella, le dije, hace maravillas con las manos. La habitación de la izquierda está disponible. Y aunque no lo parezca, solo tiene siete años. Me respondió que él era más de niños; pero finalmente se levantó. Sentí escalofríos. Tras palmearme la espalda con sus dedos ásperos, me llegó una brisa pestilente que dejó a su paso. Willie desapareció bajo el umbral con ella de la mano.

»El local de Manubin era una especie de chamizo, tan atestada de estupro, de dengue y de malaria como de panzudos occidentales que buscaban redimir su decrepitud. Disponía de seis habitaciones, un salón con sofás y, bajando unas escaleras desportilladas, dos duchas sin plato y a penas desagüe.

»Cuando acabó, le invité a esnifar heroína. Una pareja de holandeses que acariciaban a sendos niños nos miraban. Hice como si también esnifara. Horas después, se levantó y desapareció. Al día siguiente fui a recoger la cámara de la habitación del prostíbulo. El dueño me extorsionó. Pagué otro medio millón de kyats.

»Las familias cumplieron. Recibí los veinte mil dólares en distintas divisas y en diferentes cuentas que creo aún conservar. Les confirmé cosas que ya sabían; todo lo de Fresno, cómo Willie vendía los vídeos a otros interesados, y hasta les pude confirmar que me contó cómo se le fue de las manos y secuestró a sus hijos la noche de Halloween. Pero todavía no sabía dónde se metía todos los jueves. Les dije que pensaba que estaba metido en algo más gordo si cabe.

»Pero no fue hasta que fuimos a su casa. Curiosamente, un jueves. Después de que él aspirarse un par de speedballs y un poco de keta, se puso sensible. Le dije que no me apetecía meterme nada fuerte, que casi había tenido una sobredosis días atrás. Y me ofreció marihuana liada. Su voz reverberaba en las paredes de caoba. Arrastraba las palabras entre babas.

»Encendí el porro. Di pequeñas caladas interrumpidas, dejando el humo en la boca. Él me relató cómo empezaron a gustarle los niños. Parecía distante, pero solo nos separaba poco más de un metro. Le había violado su tío, cuando era pequeño. No fue consciente hasta los veinte años. La típica historia, ya entiende.

»Yo estaba en una hamaca. Él se sostenía sobre su pierna derecha cruzada, sentado en una silla. Los disolvió en barriles con ácido, me contó. Ácido concentrado de batería. A Max y Chrystell. Lo peor, aseguró, fue tener que remover con una barra de polietileno y sacar los huesos manchados. Yo me empecé a marear. Pensé en recuperar el GPS y largarme. Él se sacudió las lágrimas y luego el sudor con uno de sus brazos tentaculares.

»Se levantó y me llevó a la habitación del ordenador. Chafé el porro contra el cenicero y empecé a tiritar. Me ardía cada célula de la piel. Notaba como si la camiseta se me fundiese a jirones con la carne. Pensé que se me había colado humo en los pulmones. Pero Willie me agarró y me enseñó algunas grabaciones. Su mano se pegó a mi hombro como una ventosa. Y entonces lo supe. Supe que no me había dado marihuana. O no solo marihuana. Me dijo que mirara, que no me perdiera aquel vídeo. Supe que él lo sabía, y también supe que él sabía que yo sabía que él lo sabía.

»De pronto, creí ver mi cara en la pantalla. Estaba borrosa. Me derrumbé. Me agarró por las axilas. No sé cómo, pero me sujetó la cabeza y me la pegó contra la pantalla. Luego me la alejó unos centímetros. Los ojos me giraban hacia las paredes y el techo. Puso las imágenes con niños que había realizado ahí, en su chabola. Los niños eran embestidos, y cada gemido apagado era como una puñalada en mi estómago. Entonces reconocí totalmente mi cara, aunque los colores de la pantalla me resultaban inconexos: los tonos cobrizos de los niños se abultaban y tornaban verdes. Yo no soy ese, yo no soy ese,  intenté decir. Él no respondió. Pero ahí estaba yo, como en un espejo que va y viene. Primero con un niño. Luego husmeando en el prostíbulo de Manubin. Willie me había grabado y después había cambiado su cara por la mía fotograma por fotograma. Ese fue mi último pensamiento lúcido. Después, vi su pico abrirse y cerrarse. Disparó su tinta y todo se tornó negro. Y aparecí aquí.

»Yo no violé a nadie ni maté a ningún niño, se lo juro. Contacte con los padres y verá que no miento. Le pagaré. Incluso le diré en qué cuentas guardaba el dinero. Lo que sea. No fui yo. Se lo suplico, pero sáqueme de aquí.  No me cree, ¿verdad?