GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO FINALISTA 2022

GARP

Cristina Noguera Torrecillas

—Necesito un descanso —le dije a Isaac.

Estaba de pie, apoyada en la puerta de nuestra habitación. Detrás tenía la maleta pequeña. La grande ya estaba metida en el coche, junto con las cajas.

—¿Te vas el fin de semana? —me preguntó.

Era viernes por la tarde y mi hermana ya me esperaba en su casa con el sofá cama preparado. También con algunos reproches: «Menos mal que no te casaste con él ni te dio por tener hijos». «¿Te das cuenta de que nunca has vivido sola?»

—Quizá unos días más— contesté, como sin darle importancia.

Solo tienes que salir de aquí lo antes posible, me repetí. Pero Isaac no era idiota. Y cuando cogí la maleta para marcharme de casa, me agarró del brazo.

—Piensa bien lo que vas a hacer. Yo no doy segundas oportunidades.

 Los dos giramos hacia el perro, que comenzaba a gruñir. Me soltó con desgana, como si ya lo hubiera decidido todo. Si no me llevé a Garp esa noche fue porque en la casa de mi hermana no podía meterlo. Debía buscarle un lugar eventual, también tenía que encontrar uno para mí. No era fácil ninguna de las dos cosas. Había ido recogiendo mis pertenencias unos días antes. Lo que me pareció más complicado fue ir guardando los libros que había ido acumulando en la estantería. Iba dejando aquellos que no me importaban, y espaciaba algunos objetos o fotografías, que también se quedarían allí, para que el hueco se notara lo menos posible. Lo más seguro era llevarme ya lo que no quería perder. Como a Garp. Me despedí de él. El perro olía aún al tomillo que le había frotado por el lomo y el pecho. Paséalo tres veces, le dije. Sabía que, por la mañana, antes de ir a trabajar, Isaac no llegaba ni al primer árbol con él.

Así que el lunes, con la seguridad de saber que Isaac estaba ya en el trabajo, volví a la casa para llevarlo a una residencia canina hasta que todo se solucionara. Me acerqué a la puerta y lo llamé mientras sacaba las llaves: ¡Garp, Garp! Él se puso a ladrar, a arañar la puerta. Isaac había cambiado la cerradura. Miré las ventanas, por si había dejado algún hueco por el que colarme. La casa era suya. El perro era suyo. Una puerta acorazada por la que escuchaba los gemidos de mi perro. Quería llorar, pero la rabia me lo impedía. Deseé que Garp se volviera loco un día y lo matara.

Le dije que era pronto para tener un hijo. Que quizá más adelante. Pero lo que siempre había querido era un perro. Eso le dije, acurrucados los dos en la cama, un domingo de invierno. Llevábamos un año viviendo juntos. Yo había conseguido por fin un contrato indefinido en la gestoría. Mi idea era ir a una protectora. Estar el tiempo necesario, sentir una pulsión o un enamoramiento con alguno de los perros que estaban allí, esperando a que alguien los sacara de sus jaulas.

—Yo quiero un perro guapo, no uno de esos de mil leches. Un dogo o un mastín inglés.

—Mejor uno pequeño, ¿no? —le sugerí.

—¿Una mierda de esas de perro que no para de ladrar? Ni de coña. Eso no entra en mi casa.

—Pero el nombre lo pongo yo. —Lo tenía claro—. Si es macho, Garp.

—¿Qué nombre es ese?  

 Isaac buscó un catálogo de razas, precios y características. Completó un carrito de la compra de lo más exquisito. Correa, bozal, cama, comida. El perro. Lo pagó todo él. Y en aquella casa, que era suya, cabía un perro grande y el hijo perdía su lugar. Mejor para mí.

Dejé el coche a cierta distancia. La perrera municipal estaba a las afueras de la ciudad y se llegaba a la puerta principal por un camino de tierra. Olía a jazmín y eran las siete de la tarde. Podría ver a Garp. Estaba herido, pero no demasiado. Si sentía dolor, se acabaría pronto. Esperaba que me dejaran acercarme y poder rodearle el cuello. ¿Cuánto tiempo podría estar con él? Nada de esto hubiera ocurrido si me hubiera dado el perro.

Volví ese mismo lunes por la tarde, en cuanto terminé el trabajo, para hablar con Isaac. Quería a Garp. Vi que el coche aun no estaba.  No me acerqué mucho a la casa para que el perro no me oliera y tuviera que escuchar sus ladridos sin poder hacer nada más que esperar. Una vecina me vio y gritó.

—Nena, el perro lleva todo el fin de semana ladrando. ¿Pero qué le pasa? A punto estuve de llamar a la policía. Vino tu marido y montó en cólera… si ese perro no ha dado follón en la vida.

—Me lo llevo hoy —dije con seguridad.

Isaac llegó sobre las ocho de la tarde, mucho después de haber terminado su turno. Aparcó y se quedó esperando a que fuera hacia él.

—¿Qué? ¿Ya has vuelto? —preguntó con sorna.

—Me llevo a Garp. Tú no tienes tiempo para pasearlo, y el pobre no puede estar aquí todo el día encerrado.

—Claro. No hay problema, no veas el por culo que está dando. Son tres mil euros y lo pongo a tu nombre. A ver si te crees que te lo voy a regalar.

Yo no tenía tanto dinero, y lo poco que había podido ahorrar era para buscar una casa apropiada para Garp y para mí. No podía estar mucho tiempo en el minúsculo apartamento de mi hermana.

—Te lo pagaré, pero dame tiempo. Mañana puedo venir a por él.

—Si quieres entra y lo ves. Pero no te lo llevas, esta semana quiero al menos mil pavos, como muestra de buena voluntad.

Quería verlo. Quería entrar. Me la jugaba traspasando el umbral de esa casa. El perro saltó sobre mí en cuanto entré. Casi me tira porque es enorme y joven.

—¿Por qué has cambiado las llaves?

—Te has llevado hasta los libros. Así que no me he molestado ni en preguntar.

—Déjame que por lo menos le dé una vuelta.

—Te acompaño. A ver si me lo vas a secuestrar. —Se rio con desdén, como si tal hazaña fuera imposible para mí.

Durante el paseo, que consistió en llegar hasta el parque que teníamos a algo más de cinco minutos andando, me repetí que cuanto menos hablara, mejor.

—Eres una zorra y una cobarde —me dijo sin levantar la voz y sin mirarme—. Si no quieres estar conmigo me lo dices. Así que coge lo que tengas que coger, y no vuelvas más.

—Solo quiero a Garp.

Y se calló. Y eso me dio más miedo.

Me despedí del perro. Garp se quedó con las orejas gachas en su cama. La mirada fija en mí.

Dos días después, le hice la trasferencia a Isaac. Ya no me cogió el teléfono. Esa noche me llamó la policía. Solo me interesa saber cómo está el perro, les dije. En la perrera, me contestaron incómodos. Le he traído una de las latas que más le gustan. Quiero pensar que, como los condenados a muerte, tiene derecho a una última comida. Toco el timbre, y un montón de ladridos vienen a saludarme.          

Garp pesa sesenta y tres kilos y tiene tres años. Se acerca a mi lado. Se sube al sofá de cuatro plazas que hemos cubierto con telas desde que llegó. Cuando Isaac aparca el coche, Garp salta del sofá y camina lentamente hacia la puerta. Isaac entra. Quita, Garp, siempre en medio, le dice. Después deja las llaves en el mueble recibidor y se descalza. En la mochila lleva el mono blanquecino y algo brillante. Tiene tres y los lava en días alternos. Los mecánicos de los concesionarios parecen ingenieros de la NASA. No me da un beso en cuanto llega. Me parece bien. Algún día me gustaría que ni siquiera entrara por la puerta. Pero esta es su casa. Al final me da el beso. Me pregunta.

—¿No te han ingresado la nómina este mes?

No le voy a dar una explicación. Pero digo algo, porque se ha quedado un aire espeso entre los dos.

—Sí, pero he cambiado la domiciliación a mi cuenta.

Hace una mueca. Se va hacia nuestra habitación. Garp viene hacia mí. Quiere pasear. Le digo que ya nos vamos. Isaac sale con su pantalón de deporte y una camiseta de tirantes. Tiene la piel blanca, unos brazos musculados. Nunca me gustaron. Garp se acerca a olerle los pantalones. Quita, puto perro, le dice. Y le da con la pierna en un lado para que se aparte.

—¿Por qué mierda haces estas cosas? ¿No me lo puedes decir antes?

Me levanto del sofá. No te líes con explicaciones, me repito. Haz como si no fuera importante.

—Así controlo mejor lo que ahorro. Pasaré los gastos.

          Lo sentía volando sobre mi cabeza si pagaba con tarjeta. «¿Has comido sola hoy en el vegetariano?». «Ya veo que te has ido de tiendas». «¿Otra vez has ido a la librería?». Isaac siguiendo el rastro de mi dinero.

Se sienta a mi lado, donde antes había estado Garp. Hay algún pelo. Se nota el hueco. Sacude una parte del sofá y se levanta de golpe.

          —Te he dicho mil veces que no lo dejes subir al sofá.

Se acerca a Garp que nos mira a los dos. Le grita. Le vuelve a dar con la pierna, pero el perro se queda parado mirándome a mí. Le da más fuerte para que se marche del salón. Yo me levanto hacía Garp. Isaac se gira hacia mí, y con su mano me empuja hacia el sofá, en el que caigo desmadejada.

          —Menos mal que no hemos tenido un hijo. Eres incapaz de educar a nadie.

Déjanos, le digo. Si estas de mal humor no es nuestra culpa. Me mira con desprecio. Me recompongo en el sofá. Él se acerca y me aprieta las mejillas con una de sus manos de mecánico de alto copete, dejándome unos morritos absurdos que me avergüenzan.  Así no se comporta una pareja, me dice. El corazón me salta. Escucho gruñir a Garp. Isaac me suelta y se gira lentamente. Tú, cabrón, deja de gruñirme, le grita. Coge la cadena de metal de la mesita, suena el latigazo sobre el lomo del perro.  Yo vuelvo a saltar del sofá. Garp casi no se mueve. Isaac me mira con la correa del perro en la mano y se acerca a mí. Garp gruñe enseñando sus colmillos. El lomo erizado. La baba le brota de los belfos. La tensión de los músculos en las patas traseras. Grito con todas mis fuerzas: ¡Garp!