GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2022

 RELATO FINALISTA 2022

TIEMPO INCONCLUSO

Rafael Gómez Sales

Poco tiempo después lo trasladaron a una habitación amplia donde había dos jarrones de lirios blancos y un leve hilo musical que él podía apagar si juzgaba que interfería con su ánimo. Los familiares fueron llegando de uno en uno. Marisa, su exmujer, lloró agarrándole de un pie, como si le temiera. Cuando llegó la tarde durmió una hora, al despertar había unas veinte personas en la habitación. Fue fácil mostrarse aturdido, no sabía donde posar las manos. Casi todos mantenían conversaciones sobre el tiempo que llevaban sin verse, incluso su anciana madre se refería a la bisabuela Soledad que era dura e inflexible. En las fiestas de la «Semana del perdón» sentaba a los nietos a la mesa, después de las procesiones de los bustos de antepasados ejemplares, para que le confesaran los pecados y así ser la única que detentaba el poder de absolverlos. A la psicóloga de «atención a los decesos» le costó despejar la sala, tío Celso se hizo el remolón, estaba reproduciendo un vídeo en el móvil sobre los éxitos de su nieta en el campeonato nacional de gimnasia rítmica. El murmullo de voces se seguía escuchando a través de la puerta cuando la psicóloga le preguntó cómo encaraba la recta final. Estoy bien, deseando que suceda, contestó. Ella le cogió de la mano y le dedicó una serie de frases estereotipadas. Al final le aconsejó que sería bueno para él reclamar abrazos a su familia. No pudo evitar revelarle sus pensamientos más profundos, una sensación que iba creciendo conforme se acercaba el desenlace. Ella respondió que era imposible, estaba científicamente demostrado que no iba a poder reunirse en otra vida con su hijo muerto. Debía estar satisfecho de haber alcanzado los cuarenta años, resultaba fácil cuando conocía esa fecha de defunción desde que tenía uso de razón. Ya, alegó él, pero yo se lo prometí. La psicóloga se levantó para acercarse al cristal de la ventana. Le pareció que garabateaba unos signos ancestrales. Detrás del hospital había unas dunas de tierra junto a unas palmeras y más allá la línea azul del mar como si fuera un renglón para unas letras perdidas.

Recordó un juego absurdo que el niño había inventado. Él tenía que adivinar cuál sería el mejor candidato para que el niño se metiera en la conciencia una vez muerto. Lo llamaban «transmigración» y solo tenía diez intentos, era la máxima paciencia que tenía el niño. Cuando pasaban junto a un caminante, ese señor con la gorra que disimula el cabello o la chica alargada de rostro serio, él tenía que hacer la señal de la cruz si consideraba que era un buen candidato. El niño empezaba contento, pero a la décima persona que fallaba, papá es que no ves que es un aburrido, se enfurruñaba. A la edad predestinada empezó con un cáncer que se extendió rápidamente. Poco antes de fallecer el pequeño le preguntó entre resuellos:  Padre, ¿por qué me has abandonado? Y lo peor fue que él se quedó en silencio. Desde la muerte del niño estar pendiente de los transeúntes había sido su obsesión; esa chica que esperaba en el metro con la forma de un animal sagrado o el señor con bisoñé cuyo rostro hilaba una armonía de generaciones antiguas. Los miraba tanto que algunas veces ellos le preguntaban si necesitaba algo y por toda respuesta él cruzaba los dos dedos índices, para que le respondieran imitándolo. Pero nada ocurrió, la gente le sonreía tristemente o se marchaba con presteza.

Durante los últimos minutos toda la familia lo rodeaba en la habitación pintada de color azul celeste y en la que sonaba el Réquiem de Fauré por decisión propia, aunque habían tratado de disuadirlo alegando que reforzaría su pena. Le dedicaron las palabras ensayadas en los numerosos «role-playing» sobre el momento final. Qué sereno se te ve, dijo uno de sus amigos de la infancia, que se jactaba de que tendría una muerte plácida a los ochenta años.

La noche se descolgó fría y llena de zumbidos, y los familiares fueron desapareciendo uno detrás de otro. Habían esperado demasiado y debían continuar con sus vidas. Era extraño, el médico no sabía lo que podía haber ocurrido. Por la mañana le hicieron otra vez la batería de pruebas que se le practicaba a un recién nacido. Su fecha ya había expirado. Había entrado en un lapsus. Todo pasaba como a ratos: o de forma exasperante o daba náuseas. El martes precedió a otra semana entera. Su cuerpo empezaba a tener los síntomas de la putrefacción. Se había vuelto en extremo rígido. Pero sus sentidos seguían vivos, como si no dependieran de órganos. A partir de ahí, dejó de importarle medir el tiempo. Los médicos lo visitaban nerviosos, porque no sabían qué hacer con él. Dejaron de administrarle alimentación por sonda y él no lo notó. Llegó el momento en el que ya no reconocía sus caras, sino la forma de las batas que llevaban. Una vez lo visitó un hombre muy anciano y levantó la mano. Pensó que iba a hacer el gesto que acordó con su hijo, pero no, solo quería comprobar si estaba ahí. Su cuerpo pétreo se quedó arrinconado en un ala clausurada del hospital. Había dejado de emitir palabras por la rigidez en la que se sumían sus músculos temporales y el masetero, y las cuerdas vocales eran como una gruta de una montaña por la que a veces ululaba el viento arrastrando algún sonido que podía reconocer como propio. No solo lo visitó el viejo. Tenía memoria de tiempos que no había vivido. Veía a la bisabuela Soledad, a la que nunca conoció, desplazarse por la sala como un holograma. Se acercaba y le decía al oído: «a lo hecho, pecho». Los visitantes se volvían más frecuentes, más numerosos. Un señor, que llevaba una túnica de color rojo sangre con leones dorados, se apoyó suavemente en él antes de decirle: «Nabu, debes aceptar mi sacrificio». Científicos con partes biónicas, tomaban muestras de su antiguo cuerpo con una agilidad pasmosa. Cada instante eran más los seres a los que abarcaba, los que le consideraban un tótem sagrado. Hombres y mujeres de épocas lejanas entre sí. Le hacían sacrificios con carneros o con personas. Hasta que, al fin, cuando ni tenía cuerpo a causa de la erosión y de los pedacitos que le extraían, y su mente se había extendido tanto que ocupaba ya hombres casi sin pensamiento, descubrió que a la amalgama de seres le había dado por bendecirle por su omnipotencia. Incluso lo dividían en numerosas figuras de rutilantes apelativos como Sila o Marduk. Pero lo que más hacían era rogarle que les ayudara. ¿Cómo? Él se juzgaba solo una creencia que vagaba entre ellos, y buscaba el poder sin encontrarlo. Y al carecer de medio físico que lo sostuviera, evolucionaba extendiéndose hacia detrás y delante en el tiempo, dándose cuenta de que en los extremos solo se sondeaba oscuridad. El día en el que reconoció entre la multitud a su hijo, le desconcertó la angustia que había alimentado su conciencia. Este no le decía en su lecho de muerte «¿Por qué me has abandonado?»; sino que su dicha estaría completa al reconocerse en la verdadera vida.