GENERACIÓN ESTRELLA
FINALISTAS 2023
RELATO TERCER PUESTO 2023
AMOR LITERARIO
Nora Aznar Sedano
Lo peor de todo es que fui yo quien inició la guerra, la que encendió la cerilla, la que prendió la primera mecha de nuestra hoguera. Pero cómo iba a imaginarme todo lo que ocurriría después, si hasta entonces nunca habíamos tenido problemas. Si apenas discutíamos. Si todo el mundo decía que teníamos una relación de novela. Maldita ironía.
El hecho es que aquella era la primera Nochevieja que Carlos pasaba con mi familia. Y cuando jóvenes y mayores ya se habían repartido entre sus respectivas fiestas y dormitorios, todavía con las uvas atravesadas en la garganta (ocho, sólo un animal alcanzaría a engullir doce a tiempo), yo me dispuse a configurar mi desafío anual de Goodreads en el móvil.
—¿Qué haces? —me preguntó él—. ¿Es una app para apuntar libros?
Y yo, tonta inocente, ajena al tremendo berenjenal en el que me metía, se lo conté.
Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que le animé. Que incluso podría decirse que lo convencí. No voy a intentar disimular mi culpa.
—¿Por qué no lo pruebas? ¿Cuánto sueles leer al año?
—¡Y yo qué sé! Lo normal, supongo. Un libro al mes… Puede que dos.
—Pues ponte veinte; que si no es un reto de verdad, no motiva mucho.
Yo empecé con Formas de volver a casa y creo que él leyó un libro de una escritora colombiana. Como leíamos en Kindle, no pude quedarme con la portada. Los dos terminamos casi al mismo tiempo.
Yo trabajaba de administrativa en una oficina del centro y Carlos, que lo hacía en remoto desde nuestro salón, se levantaba casi dos horas más tarde que yo. Así que él leía por las noches, después de que yo me fuese a dormir. Cuando me di cuenta de que los dos llegamos empatados al tercer libro, empecé sentir una necesidad imperiosa de controlar sus avances.
Lo primero que hacía al apagar la alarma del móvil, con los ojos aún entrecerrados por las legañas y la dolorosa luz de la pantalla, era abrir Goodreads y comprobar si él había acabado de leer algún libro la noche anterior. Los esfuerzos de mis pobres pupilas me hacían ver chiribitas por toda la habitación. Los dedos me temblaban como a una vieja decrépita al ir a pinchar en su perfil.
Y fue ahí, justo ahí cuando me di cuenta.
Era cierto que yo quería que Carlos leyera más.
Que quería que leyera más de un libro al mes.
Pero, de ninguna manera, quería que leyera más que yo.
Carlos trabajaba muchas menos horas. Y el morrudo, encima, no tenía que tragarse los infernales atascos de la A30: ida y vuelta. Cada puñetero día. Tenía más tiempo libre que yo y, por lo tanto, más tiempo para leer que yo. A todas luces, habíamos comenzado una batalla desigual.
En un intento desesperado por equiparar las piezas del tablero, se me ocurrió pedirle que me hiciese un masaje en los pies después de cenar. Alegué que los tacones de la oficina me causaban unos dolores terribles; que era pura necesidad. Incluso compré una loción hidratante de almendras en el Mercadona. Mientras él, con las manos pringosas por la crema, me masajeaba, yo avanzaba páginas del Kindle. No era otra mi intención.
Pero estoy segura de que se dio cuenta, porque pronto se aburrió de su rutina de masajista-observador, y le dio por encender la tele antes de estrujar el bote de crema. Con el ruido de la caja tonta de fondo, yo ya no podía leer. El muy cabrón lo hacía a propósito. De hecho, era frecuente que fuese él mismo quien se ofrecía a hacerme masaje en cuanto me veía cruzar la puerta de la entrada. Y cada día los hacía más largos. Algunas noches me metía bajo el edredón nórdico sin haber leído una sola página en todo el día. Mi brillante plan se volvió en mi contra. Hubo un momento en que quise romper el hábito, regresar a mis tardes-noches de lectora compulsiva. Volverme a colocar en la carrera literaria. Pero qué jodidamente adictivos eran aquellos masajes. No era fácil renunciar a semejante gustazo. Más de una vez, cuando Carlos concentraba las friegas en la especie de muñón que hay bajo el dedo gordo, creí estar a punto de llegar al orgasmo. No sé cómo se llama esa zona del pie; si no tiene nombre, alguien debería ponerle uno cuanto antes.
Un día pasó lo que tenía que pasar: Carlos me adelantó. Sus veintitrés libros leídos ridiculizaban a mis veintidós desde la pantalla de mi Samsung. Se descojonaban de ellos. Sentí como si una pelota de baloncesto comenzase a botar dentro de mi estómago. Creo que fue la primera mañana en muchos años que no necesité tomar un café para despertarme. Un guantazo me habría despejado menos.
Antes de salir al trabajo, me fijé en que Carlos había dejado su Kindle sobre la mesa del comedor. En mi defensa diré que sentí que me llamaba, que el dichoso aparatejo emitía un canto marino. Y yo no estaba atada a un mástil. Lo encendí y abrí el libro que Carlos tenía a medias: Las malas, de Camila Sosa. Llevaba más del cincuenta por ciento. Le cambié la página al azar, le subí el brillo a tope y desconfiguré el modo automático de reposo. Lo dejé así, abierto de par en par. La batería tardaría en fundirse lo que un helado bajo el sol murciano.
Carlos le cogió miedo al Kindle, dejó de fiarse de él. Al día siguiente lo encontré con un libro entre manos: Tostonazo, ni más ni menos. Leer en papel es más auténtico, me dijo. Se me ocurrió regalarle un tostonazo de verdad. Un libro gordo y seboso que le tuviese atascado durante semanas. Fui a un librería y compré el que más pesaba de todos los que vi: 2666, de Roberto Bolaño. Casi novecientas páginas de ventaja para mí. Creo que el detalle le hizo gracia.
En cuanto lo adelanté, no perdí la oportunidad.
—Llevo más libros que tú, por si no te habías dado cuenta —le dije mientras me masajeaba el pie izquierdo. Con malicia. Con una sonrisa. Con un tono que sabía a triunfo.
—Pero yo llevo más locs —me contestó indiferente, sin alterar el ritmo de sus manos.
—¿Más qué?
—Locs.
—Ya te he oído. ¿Qué cojones son locs?
—Megabytes de información.
Lo miré con la boca abierta y un hilo de saliva asomado a la comisura derecha.
—Mira, es lo que te sale en esta esquina de la izquierda.
Carlos se refería a la abreviatura de location o posición en el libro electrónico que, efectivamente, Kindle mostraba en la parte inferior de la pantalla. Me explicó con un montón de aburridos tecnicismos por qué era más fiable medir la cantidad leída en locs en lugar de páginas. Que éstas eran engañosas por el tamaño variable de márgenes y letra. Me pareció que lo suyo era enfermizo. En definitiva, me explicó que me iba ganando. Que él había leído más que yo. El muy capullo.
Me obsesioné con sumar páginas a mi medallero lector. Me hice con varias novelas gráficas de Ilu Ros. Cuantos más dibujos tuvieran, mejor; bien de megabytes. Me compré varios libros de poesía: me hice con la obra completa de Alejandra Pizarnik, con la de Carmen Conde, con la de Idea Vilariño. Un poema por página y muchas páginas. Ese era el plan. Me los tragaba con los ojos a la velocidad de un Ferrari. Las metáforas se me escurrían como una pastilla de jabón rebelde entre las manos. Supongo que alguna pillaría. Tanto más me daba.
Pronto me di cuenta de que el tiro-libro gordo me había salido por la culata. Carlos se obsesionó con Bolaño, lo devoraba. En su Goodreads iban apareciendo una tras otra todas sus novelas. Su nuevo escritor platónico sólo consiguió acrecentar su ritmo de lectura. Y anda que no sumaron locs Los detectives salvajes, otro buen tocho. Malditos sean.
Yo leía cuanto podía, pero él ganaba posiciones cada semana. Las cajas de Amazon, llenas de libros, se nos acumulaban en el recibidor. Una vez, un repartidor trajo un paquete enorme de Ikea: Carlos necesitaba más estanterías. Eché de menos los tiempos del Kindle.
Mi siguiente estratagema vino precisamente derivada de su nueva afición al papel. Como nuestro salón tenía una iluminación muy pobre, Carlos se había comprado una de esas lamparitas de lectura con pinza. La encontré cargando en nuestra mesita de noche y, con sutileza, desenganché un poco el extremo del cable que conectaba la lámpara. Lo justo para que no sospechase de mí y creyese que la había enchufado mal él. Sun Tzu hubiera estado orgulloso.
Aquella noche, Carlos leyó sentado en el suelo de la cocina, bajo el foco de led del techo.
Agotada, comencé a leer a escondidas en el trabajo. Una de las decenas de pestañas que siempre tenía abiertas en el buscador de Chrome era la aplicación para ordenador de Kindle. La minimizaba cada vez que algún compañero se acercaba a decirme algo. Mi jefe estuvo a punto de pillarme varias veces. No hubiera sabido cómo explicarlo. Estaba arriesgando mi puesto de trabajo por leer. Pero a esas alturas, yo sólo pensaba en evitar la derrota.
Una tarde de septiembre llegué a casa sobre las siete de la tarde, un poco antes de lo habitual. Me sorprendió no encontrar a Carlos leyendo en el salón. Dejé el bolso colgado en el respaldo de una de las mesas del comedor y recorrí el pasillo del apartamento llamándole. Se escuchaba el sonido del agua. Abrí la puerta del baño sin llamar y me lo encontré metido en la ducha. Estaba enjabonándose el pelo con su champú anticaída con la mano derecha y en la izquierda, en alto, sostenía un libro.
—¿Qué coño haces?
—Ulises Lima también leía en la ducha —me contestó. La espuma del champú le estaba entrando en los ojos.
El libro estaba tan empapado que era imposible descifrar el título o la imagen de su cubierta. La tinta chorreaba desde sus páginas como lágrimas de rímel corrido. Carlos entrecerraba los ojos, que supongo le escocerían por el champú, y fingía continuar con la lectura a través del agua que le caía por la cabeza desde la alcachofa.
Supe que en esas condiciones no podía leer nada. Que aquel libro, fuese el que fuese, había quedado inservible. Enseguida se me escapó la primera carcajada. Me reí con tanta intensidad que me costaba respirar. Me dolía la parte baja de la tripa. Me quité el vestido y me metí con la ropa interior en la ducha. Le arrebaté el libro y lo tiré contra los azulejos.
—Así que Ulises Lima, eh.
Nos besamos.
Llevaríamos más de cien libros cada uno.