GENERACIÓN ESTRELLA
FINALISTAS 2023
RELATO GANADOR PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA 2023
DE AQUELLOS LODOS
José Miguel Martínez Moreno
No podía ver nada. Me puse la mano encima de las cejas, pero el agua de la charca, tan quieta, reflejaba el sol como un espejo y el resplandor me llegaba por todos lados y me obligaba a cerrar los ojos. Me di la vuelta hacia el paseo. Lo malo era que así la gente que pasaba me miraba y yo estaba allí mirándolos a ellos también. Yo creo que pensaban que qué hacía un crío ahí tan temprano y con los pies negros. Entonces mi abuela me llamó desde la pasarela que estaba encima de la charca para que le acercara el cubo de lodo que acababa de recoger. Lo más asqueroso era cuando me metía a llenar el cubo y se me escurría el fango entre los dedos de los pies y salía ese olor a acequia verde y a basura podrida. Al principio me metía con sandalias, pero era peor porque nunca se quedaban limpias y luego apestaban. Le llevé el cubo y mi abuela se echó aquello por las rodillas y por las manos. También se lo echó por dentro de la parte de arriba del bañador. Se metió las manos y se lo frotó por el pecho y por la cicatriz donde antes tenía la teta izquierda. Luego salió de la pasarela y se sentó en un banco de piedra al sol con el tirante del bañador bajado.
—Quique bonico —me dijo—. Anda, sácame las gafas de sol del cesto que no lo unte todo.
Y yo se las di y se quedó con la cabeza mirando para arriba.
—¿A ti no te duele nada, que te eches? —me preguntó.
Yo le dije que no. Bastante era ya tener que olerlo y meter los pies dentro, sólo me faltaba restregármelo por el cuerpo, con la de bichos y de mierda que llevaba. Entonces llegaron unas amigas de mi abuela, se pusieron a hablar y yo aproveché para irme a dar un paseo hacia el molino. Llegué a la altura de una zanja que separaba la charca de otra. Me senté en una piedra de lado al sol y me quedé mirando los flamencos. Me puse a contar los segundos que metían la cabeza debajo del agua. No la sacaban nunca, no sabía si alguno se iba a ahogar, o si algún flamenco se había ahogado alguna vez. Pobrecicos, los flamencos. Tenían que clavar la boca en el fango para comerse los bichos que estaban enterrados. Eso era peor que meter los pies para llenar el cubo todos los días. Y es que ese verano mi madre trabajaba y me obligaba a ir con mi abuela a los lodos porque ella decía que le sentaba muy bien y mi madre no se fiaba de que fuera sola. Y era por eso que nunca me podía ir con el Chicharra a pescar.
Después nos fuimos a la casa y cuando me desperté de la siesta habían llegado mi madre y el tío Ramón. Mi madre y mi abuela estaban guardando unas cosas de mi abuela en una maleta. Las dos estaban muy calladas y el tío Ramón estaba en la terraza sentado y tampoco decía nada. Mi madre cogió la maleta y me dijo que ella y mi abuela se tenían que ir. Entonces mi abuela me agarró la cabeza, me dio un beso en la cara y luego me limpió la marca del pintalabios con el dedo. Me dijo que me portara bien y que le hiciera caso al tío Ramón. Luego se montaron las dos en el coche y se fueron y yo me quedé en la calle mirando cómo se iban mientras el tío Ramón fumaba en la terraza.
A la mañana siguiente el Chicharra vino a buscarme y nos fuimos. En la pescadería nos dieron trozos de peces que iban a tirar. Entonces fuimos al puerto y estuvimos toda la mañana pescando y utilizábamos los trozos de peces de cebo. No cogimos nada y encima me pinché con un anzuelo en la palma de la mano. Luego volví a pescar muchos días seguidos porque el tío Ramón estaba todo el rato viendo la tele o haciendo solitarios y en verdad le daba igual lo que yo hacía. También nos íbamos por los descampados de la parte de arriba del pueblo para dar saltos con la bici y a veces nos peleábamos y les tirábamos piedras a unos críos de otra calle. Hasta empecé a fumar porque la vecina del Chicharra tenía un paquete de tabaco. Y yo no sé por qué, pero aquellos días se me pasaban muy rápidos y yo tenía mucha prisa por ir a todos lados y a veces me costaba dormir porque no podía parar de pensar en las cosas que hacíamos.
El día que mi abuela volvió habíamos pescado una lubina más o menos mediana. Era lo primero que nos traíamos desde que íbamos al puerto y el Chicharra dijo que le tocaba a él llevársela porque el aparejo era suyo. Mi madre hablaba con el tío Ramón en la cocina y ni siquiera me hicieron caso cuando entré. La habitación de mi abuela estaba con la puerta abierta y ella estaba sentada encima de la cama mirándose los pies.
—Ven aquí cariño —me dijo muy flojo cogiéndome de la mano—. Cuéntame. ¿Te has portado bien?
Yo le dije que sí. Entonces le conté lo de la lubina del Chicharra y le dije que la próxima vez que sacáramos algo se lo iba a traer a ella. También le conté que un coche había atropellado al gato de la Encarna y que lo habíamos enterrado por donde los limoneros y que me había picado una avispa en la cabeza mientras iba en bicicleta. Pero no le dije nada de las piedras ni de los cigarros para que no se enfadara conmigo.
—¡Qué hermoso! —me susurró en la oreja mientras me daba un beso.
Entonces mi madre entró en la habitación y me dijo que saliera afuera a despedirme del tío Ramón que se iba ya y que ella no iba a trabajar más de momento.
—Y lávate, anda —escuché cuando ya había salido de la habitación—. Que echas mucha peste a pescado.
Yo le dije adiós al tío Ramón que salió corriendo sin decirme nada y me metí al cuarto de baño a lavarme las manos. Me miré en el espejo y vi que mi abuela no me había dejado ninguna marca de pintalabios. Me puse la mano donde ella me había besado. Era la primera vez que me daba un beso y no me dejaba una mancha rosa en la cara.
Cuando el Chicharra vino a buscarme al otro día yo estaba tomándome un cola cao. Le oí llamarme, salí y crucé la terraza hasta la puerta de la calle. Le dije que mi abuela estaba en la casa y que no sabía si podía, que tenía que preguntar.
—Mamá —dije asomando la cabeza adentro—. Oye. Que dice el Chicharra que si me voy al puerto.
—Sí, hijo —me contestó—. Pero aquí a las dos.
—Vale —dije y me metí al patio de dentro a por la bici y el cubo con las cosas para pescar.
Y al pasar por delante de la habitación de mi abuela la vi sentada en su cama, mirando a la pared, con el camisón puesto. Y la noté rara, el cuerpo le había cambiado. Estaba más flaca, eso pensé.
Llegamos al espigón y durante mucho rato no picó nada hasta que noté como algo tiraba del hilo y lo saqué hacia afuera y era una lubina chica. El Chicharra le quitó el anzuelo porque yo no me atrevía a tocar los peces vivos. La metió en el cubo, yo le dije que esa era para mi abuela y nos volvimos para casa. Dejé la bici en la terraza y me metí para adentro sin hacer ruido para darle una sorpresa. Mi madre estaba al fondo en la cocina. La habitación de mi abuela estaba vacía. Entonces me asomé al patio de dentro y la vi. Estaba de pie delante del espejo con la parte de arriba del bañador bajada. Se estaba frotando una crema blanca por el pecho, por la cicatriz. Pero ahora también tenía otra cicatriz en la parte derecha. Igual, sólo que muy roja y como hinchada. Se frotaba y se apretaba y yo me fijé en su cara en el espejo y la vi llorando y me di cuenta de que tampoco se había pintado los ojos ni tenía puestos los pendientes de piedras rosas que ella siempre llevaba. Luego mi madre se dio la vuelta y me vio. Y le pareció que la lubina era una birria y la tiró a la basura.
Me desperté el día después y vacié el cubo de las cosas de pescar. Fui a buscar al Chicharra y le pregunté si se venía para los lodos, donde antes iba con mi abuela. Me dijo que no, que eso era una mierda y yo le dije que era un gilipollas y nos peleamos y me fui yo solo. Llegué y dejé la bici apoyada en un banco de piedra. Me metí otra vez en el fango. Me dio mucho asco. Llené el cubo y me fui para la casa pedaleando fuerte y sin respirar por la peste. Cuando lo vio mi abuela se puso a llorar y me dio muchos besos y se lo untó por el pecho y por las rodillas. Y aunque mi madre protestó porque se llenaba todo de mierda, eso lo estuve haciendo un tiempo porque mi abuela ya no quería salir más de su habitación, ni pintarse los labios, ni siquiera ir a misa y yo sabía que todo eso le gustaba, igual que aquel fango, por mucha peste que echara.
El día que se murió, la enterraron en el cementerio. Luego, el tío Ramón y mi madre se pusieron a meter sus cosas en unas cajas. Yo no podía estar allí y me fui a donde las charcas. Me senté en una piedra y me puse a mirar los flamencos. Aquel día había muchos, casi cien, todos con la cabeza metida en el agua, menos uno pequeño que miraba para los lados. Entonces uno grande que había al lado salió, le dio con el pico, le dirigió hacia abajo y los dos clavaron la cabeza hasta el cuello en la charca. Y ahí sentí que me ahogaba yo, que no podía respirar. Y salté de la piedra, me metí con los dos pies en el fango y pegué un grito, llamé a mi abuela. Pero no me escuchó nadie. Ni siquiera los flamencos. Se ve que no oyen debajo del agua.