GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2023

 RELATO FINALISTA 2023

DIAGNÓSTICO

Ana Hernández Fernández

—¿Desde cuándo está así?

—Lleva dos días. Mañana la examinará el psiquiatra.

—¿Mañana? Es mucho tiempo. ¿Ha comido?

—Tan solo líquidos administrados con pajilla. El doctor está fuera de la ciudad, en un congreso. Hemos pensado que, mientras, su presencia podría hacerle bien.

—Dos días… tendrían que haberme avisado antes.  De todas formas, en las crisis anteriores   nunca he supuesto para ella el más mínimo estímulo. Busque a alguien que la examine hoy.

—Lo intentaremos.

—Háganlo. Chispa, soy yo.

¿Bruno? Mi niño. No  puede ser él.  Ya hace mucho tiempo que no está conmigo, demasiado. ¿Bruno, eres tú? ¿Por qué lo hiciste? No son tus ojos, no es tu boca, no es tu pelo, aunque se parecen. Estás más mayor. ¿O no eres tú? Piensan que trayendo a este impostor voy a deponer mi actitud. Siempre hacen igual. Ya pueden esperar.

Stress post-traumático. Las personas que padecen, que padecemos, stress post-traumático hemos sufrido una vivencia tan aterradora para nuestras vidas que nos ha generado un trauma psicológico extremo. Yo, al contrario que Salinger, no he estado en ninguna guerra, y tampoco me han intentado acuchillar por las calles de Nueva York como a Rushdie. Pero, al igual que ellos, este es el último diagnóstico que he recibido y el motivo por el que estoy aquí y no en una cárcel de alta seguridad. Dificultad para conciliar el sueño, palpitaciones, pesadillas, autolesiones y un largo etcétera de síntomas que aparecen en Google nada más teclear el nombre de la enfermedad. Cualquiera puede conocer esos síntomas con un solo clic. La verdad  que esto no es algo nuevo para mí, los médicos ya llegaron a esa conclusión hace años y, desde entonces, no me han vuelto a etiquetar con ninguna otra patología; aunque en realidad, ni entonces ni ahora se pusieron  de acuerdo en si ese era el diagnóstico correcto… eso es lo que piensan o lo que yo les hice creer. Ustedes deciden.

—Tienen que cambiarle la venda de la muñeca derecha. Sangra.

—Enseguida traen el carrito de curas.

—¿Con qué lo ha hecho esta vez?

—Con una horquilla de pelo.

—Oiga, pagamos una fortuna para que ella esté segura. Esto no se puede repetir.

Hablan y hablan como si mi existencia les perteneciese, y no es así, aún no.  Inversamente a lo que Camus divulgaba, nunca creí que la vida fuera una sucesión de acontecimientos inútiles que repetimos cada día por inercia. La vida es el resultado de nuestras decisiones, y yo quizá no tomé las adecuadas. Antes de esta última conclusión médica, y de que pasase lo que pasó y de que Bruno hiciera lo que hizo,  mi vida estuvo llena de otros diagnósticos. Siempre fui solitaria e introvertida. Hoy en día, me habrían etiquetado como un Asperger o cualquier otra de las modalidades del espectro autista, pero en los ochenta simplemente era la rara. Me gustaba leer, salía poco y los chicos no me interesaban mucho. Tampoco la moda o el maquillaje, que era lo que les gustaba a las chicas de mi edad. Mis novios eran Cortázar, García Márquez, Chéjov, Poe… Al igual que Asimov podrían haberme diagnosticado e claustrofilia porque me gustaban los  lugares cerrados y reducidos. Yo sola y mis historias. Leía todo lo que caía en mis manos. Mis padres eran socios de un círculo de libros y yo tenía carta blanca para solicitar el libro que quisiese. Pero cuando hice el pedido de Lolita y Las edades de Lulú pusieron el grito en el cielo y el dinero para libros se acabó. En aquella época, los padres no eran lo que son ahora. Así que, no me quedó otro remedio que conseguir el efectivo por otros medios. Yo, que nunca había hablado dos palabras seguidas con un extraño, me empleé como camarera en el bar de la plaza de la universidad. Uno que tenía nombre de un material de construcción. Por entonces ya estudiaba psicología y yo misma me había autodiagnosticado: trastorno límite de la personalidad silencioso. Son, somos, personas que siempre dirigimos la culpa sobre nosotros mismos, pensamos que molestamos, que sobrecargamos a los demás, incluso cuando nos tratan mal, creemos que hemos hecho algo para merecerlo.  Fue en el garito donde conocí a Alberto Medina. Creo que él fue el primero que, con su ojo crítico, buen conocedor del sexo femenino, supo dictaminar cómo era yo al instante. En una ocasión ya se lo dijo a Bruno: “Busca a una mujer tonta. Será más fácil de engañar”. Pero esto fue mucho tiempo después. Como digo, él supo ver en mí, con un solo vistazo a la barra, lo que yo tardé años en descubrir. Pues así era yo… y he dicho era.    

—Chiqui, estoy aquí. Dime algo.

¿Hablar? En mi interior estoy gritando. Siempre grité, aunque en el exterior no se sintiese ni la más tenue vibración sonora. ¿Saben? El sonido es una fuerza mecánica, invisible. Otras fuerzas  dominaron mi vida después de casarme con Alberto. Fuerzas más duras que el sonido. Ellas fueron las que me avocaron al  primer diagnóstico en traumatología: fractura del hueso malar derecho. Según expliqué al médico me había resbalado y golpeado con el pomo de la puerta. Lo que no dije fue que Alberto me empujó.  A este episodio siguieron una contusión renal, y varias costillas rotas, no todas a la vez, claro. Se cae usted mucho, dijo el doctor, cuando vio las fracturas costales en distintos grados de consolidación ósea. Por suerte, Alberto no poseía escopetas, no consumía drogas, no era Burroughs. Aunque yo a veces quería acabar con aquello como fuese. Todos estos traumas físicos eran las consecuencias de las fuerzas visibles, pero existían otras invisibles, invisibles como el sonido. Fuerzas que actuaban en mi mente, denigrándome, haciéndome cada vez más pequeña, más insignificante, más dependiente, menos yo. Hasta el apodo que me puso, y que luego adoptó Bruno, era pequeño: “Chiqui”. Pero mi mente trastornada siempre tenía un argumento para culparme a mí y exonerarlo a él. Me sentía como la muñeca de Ibsen, solo que yo no tenía fuerzas para revelarme, abrir la puerta y no volver.  El sexo se convirtió en una huida continua, en una evasión constante. Él buscándome y yo escapando. Cuando todo estaba perdido, cuando me conseguía atrapar, siempre recordaba los versos de Neruda: “…inmóvil bajo mi pecho como un adversario desgraciado, de miembros demasiado espesos y débiles,  de ondulación indefensa…”  Porque cada vez yo me sentía así. Tomé todas las precauciones necesarias, pero ocurrió lo inesperado. El siguiente diagnóstico: gestación. Diez semanas. ¿Qué hacer? ¿Reír? ¿Llorar? ¿Abortar? Recordé El acontecimiento de Annie Ernaux. Ella tuvo que buscar la clandestinidad. Yo podría hacerlo legalmente. No, aquello no entraba en mis planes. Las fuerzas visibles disminuyeron, que no terminaron,  pero no así las invisibles, que seguían haciéndome cada vez más diminuta e invisible. Los dos nos convertimos en personajes de Brontë, llenos de odio y resentimiento, pero sólo bajo la superficie, que es donde el rencor corroe más.

—La noto decaída. ¿Le han hecho pruebas?

—No se preocupe. A veces se pone así. Hemos llegado a tiempo, no ha perdido mucha sangre.

—Chiqui, mírame.

Cuando Bruno nació, no quise mirarlo. ¿Cuántas madres no quieren ver a sus hijos? Pensé en Arthur Miller que dejó a su hijo en aquella institución. ¿No podría hacer yo igual? Entonces me concedieron el siguiente diagnóstico: depresión postparto. Me acosté en la cama al lado de la cuna de Bruno. Me parecía que aquel bebé era irreal. Lo ignoré. Alberto lo alimentó, lo bañó, jugó con él. Se hicieron uña y carne y yo desaparecí. Me di cuenta de que las palizas habían terminado, los insultos habían desaparecido. Se estableció entre Alberto y yo un desprecio aún mayor: su ignorancia. Bruno crecía y se convertía en la viva imagen de su padre. Su imagen física, porque psicológicamente era como yo. Aunque no teníamos ninguna conexión como madre e hijo yo lo quería más que a nada. Y lo vigilaba en silencio. Fue al colegio y al instituto. Y lo vigilaba. Era un buen estudiante. Callado, sumiso, triste. Nunca le vi reír. Yo pensaba en Virginia Woolf, en Hemingway, en Quiroga, en Plath… había tantos. ¿Haría él lo mismo? Y lo vigilaba. Hasta que llegó el día de ir a la facultad. Lo admitieron en una prestigiosa universidad del norte. Hizo sus maletas y se fue. Y entonces dejé de ser su ángel guardián. Mientras Bruno salía por la puerta, las palizas entraban de nuevo en casa. Fractura de tibia y peroné, luxación de hombro. Diagnósticos y más diagnósticos.

Las primeras Navidades en que Bruno volvió a casa fuimos a cenar con los padres de Alberto. Su padre era cazador y tenía una gran finca en el campo, cerca de un coto de caza. Recuerdo que hice cordiales y mantecados para llevar. Nada más entrar al salón sonó la llamada en el móvil de Alberto. Yo ya sabía que ella existía, pero el día de Navidad era demasiada insolencia. Alberto sonriente hablaba con ella como si tal cosa. Yo le enseñé los dulces a mi suegra que, sin mirarlos y moviendo una mano, me indicó que los dejase en un rincón.  Entonces pasó algo que me derrumbó. Alberto acercándose a su madre le pasó el teléfono y ella muy sonriente contestó con un: “Hola querida ¿Qué tal?” No recuerdo mucho más. Dicen que eso es normal en esas situaciones. Recuerdo los dulces por el suelo. Recuerdo el peso de la escopeta de caza del padre de Alberto. Recuerdo el tacto frío del gatillo. Y recuerdo la presión de mi dedo al empujar. Sin embargo no tengo ninguna imagen en mi mente. Solo una convicción: quería matar a ese hombre. Enajenación mental transitoria. Ese fue mi diagnóstico. O eso les hice creer.

—Señor Medina, ha llegado el doctor.

Miré a Bruno. Pero no era Bruno. Era un actor. No eran sus ojos, no eran sus labios, no era su pelo. ¿Era un actor? La certeza me vino como una losa aplastándome. Señor Medina. Era Alberto, tan parecido a Bruno. Tan palo y tan astilla. Le miré. El horror se tuvo que adueñar de mi cara.

—Miren. Está reaccionando.

Fue un relámpago. Un flash en mi cerebro abotargado. Vi la escopeta. Vi la cara de Alberto riendo. Vi mis dulces tendidos por el suelo. Y sentí como apretaba el gatillo, justo en el instante en que Bruno se cruzó.