GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2023

 RELATO FINALISTA 2023

LA CANÍCULA DEL 36

Enrique Fajardo Marín

El amo esperaba de pie. “Empieza a cavar”, ordenó con voz de esparto. Aurelio dudó, pero cogió la vieja pala oxidada que colgaba del carro. Las manos le temblaban y sudaban y ya no era tan joven, pero jamás desobedecía las órdenes del amo. El primer golpe apenas arrancó un trozo de tierra, miserable y gris. Aurelio llevaba meses quejándose de lo poco que había llovido aquella primavera tan seca y ahora la dureza del suelo le daba la razón. Dudaba que pudiese acabar antes del amanecer. Abrumado por lo difícil de la tarea que tenía por delante, miró nervioso a su alrededor, como buscando la solución, algo que se le escapase a pesar de estar delante de sus narices, pero la débil luz del candil apenas permitía ver nada. “Coge el pico”, le ordenó de nuevo el amo. Claro, ¿cómo no se le había ocurrido? Aurelio descolgó el pico del carro y empezó a picar con toda su fuerza, así volverían pronto a la hacienda, pero tuvo que parar enseguida, con la camisa húmeda y sucia pegada al cuerpo. Se ahogaba de calor. Ya le habían dicho los pastores que hacían las cabañuelas que la canícula del 36 se iba a recordar toda la vida. Mientras recuperaba el aliento en el suelo, se oyeron nuevos disparos, no muy lejos de la pinada en la que se encontraban. Primero sonaron muchos, como las tracas que se tiran a la puerta de la iglesia, pero luego sonó uno solo, el último, y ese fue el que más miedo le dio a Aurelio. La mula ni se inmutó, parecía que ya se había acostumbrado. Aquello le hizo recordar porqué estaban allí a esas horas y agarró el pico de nuevo, de ninguna manera iba a permitir que el día le alcanzase allí, no estaba dispuesto a enfrentar esos horrores a plena luz.

Mientras picaba, volvían incesantes a su cabeza aquellas imágenes que le habían asustado tanto y que no lograba comprender. Aquella tarde algo había ocurrido, algo malo. Toda la comarca andaba más ajetreada de lo normal para esas fechas y los caminos y aldeas se empezaron a llenar de personas y de ruido. Aurelio cogía brevas cuando vio pasar tres camionetas llenas de hombres con escopetas que vociferaban y reían a carcajadas. Aunque no entendía lo que pasaba, sintió miedo y volvió a la hacienda. La encontró más vacía de lo habitual, apenas vio a dos o tres criados y ninguno de los jornaleros estaba trabajando. Ni rastro del señorito por ningún lado. Solo encontró al amo en su despacho, de pie, mirando por la ventana. Ni siquiera se volvió cuando Aurelio tocó la puerta antes de entrar.

—¿Necesita algo? — preguntó con voz débil.

El amo no respondió, siguió mirando por la ventana, alto y orgulloso como era, pero Aurelio no pudo evitar fijarse en que tenía los hombros bajos y la cabeza gacha, algo que jamás había visto. Cuando iba a abandonar la habitación, el amo dijo, más para sí que para Aurelio:

—Vienen tiempos difíciles y pondrán a prueba el honor de la familia.

Aurelio ya le había oído decir aquello muchas veces, pero seguía sin entender a qué se refería. No tuvo tiempo de preguntar, porque en aquel momento se oyeron portazos y gritos que retumbaban por el pasillo. Aurelio se asomó y pudo ver al ama de llaves corriendo detrás de un grupo de hombres que venía dando voces. Eran seis y entraron en el despacho sin llamar a la puerta ni pedir permiso, casi arrollando a Aurelio. Todos vestían camisa azul y llevaban algún arma. Olían a vino, a pólvora y a sudor y todos respiraban agitados mientras miraban alrededor excitados. Uno iba tan borracho que se tuvo que apoyar en la pared y otro, el más joven, se sentó en la mesa del amo poniendo los pies encima, sonriendo desafiante. El amo no dijo nada mientras los miraba y Aurelio no podía comprender que tuviesen esa falta de educación en casa del amo. El mayor de ellos, gordo y con un gran bigote gris, dijo:

—Sabe por qué estamos aquí, ¿verdad?

El amo lo miró a los ojos y respondió:

—Eso es solo asunto mío.

—Entonces ya sabe lo que tiene que hacer— contestó el hombre mientras desenfundaba una pistola y la dejaba en la mesa.

Todos salieron, mirando burlonamente a Aurelio al pasar y el amo le ordenó que él también saliese, pero se esperó en el pasillo a que aquellos hombres se hubiesen ido de la hacienda para atreverse a moverse. Desde ese momento, el amo permaneció encerrado en su despacho y Aurelio vagó solo por la hacienda sin saber qué hacer, atemorizado por los disparos que se oían a lo lejos de vez en cuando. Para ocupar la cabeza se acercó al huerto y pasó un par de horas trabajando hasta que, al atardecer, vio acercarse al caballo del señorito camino a la entrada. Hacía un par de días que había salido de caza y Aurelio deseaba verle y atenderle, pero cargado como iba con la espuerta, tardó en recorrer el camino al establo. Cuando estaba por abrir la puerta se oyó un potente disparo que venía del interior e hizo que Aurelio tirase al suelo la espuerta. Esperó unos instantes por si había más disparos y, cuando se atrevió, abrió la puerta del establo. En el suelo yacía el señorito sobre un charco de sangre, la cabeza destrozada por un agujero, y, de pie, el amo sostenía la pistola que le había dado el hombre del bigote. Sin mirarle, le dijo que lo envolviese en una manta y lo subiese al carro con un pico y una pala, que salían en cuanto fuese de noche. Por primera vez en su vida Aurelio habría escapado corriendo, pero ¿a dónde? Toda la vida había obedecido al amo sin rechistar.

Completamente empapado y cubierto de tierra, Aurelio arrojó el pico a un lado mientras jadeaba como un galgo viejo. Tras muchos golpes, había llegado a la profundidad que el amo le había ordenado, cosa que él no comprendía; en aquel hoyo cabía de sobra el señorito, no tenía sentido picar tanto. Recostado sobre el montón de tierra y dolorido, Aurelio no podía apartar la mirada de la manta ensangrentada. A pesar del tiempo transcurrido, aun no comprendía lo que estaba ocurriendo. Todo aquello tenía que ser una pesadilla, el amo no podía haberse vuelto loco así como así. La gente no podía estar matándose de aquella manera. Por el camino iluminado de fogatas había visto hileras de muertos en la cuneta. Grupos de jinetes estaban peinando las aldeas y cortijos, buscando a otros hombres para matarlos y aquellos que escapaban eran perseguidos por los olivares. Atravesando la noche sin luna, tan espesa como el calor, Aurelio había llegado a creer que él mismo había perdido el juicio. En la oscuridad asfixiante le llegaban esos horribles ruidos de todas direcciones. No sabía de donde venían. Unas veces se escuchaban más cerca y otras más lejos, pero siempre se estremecía sobre el asiento del carro. Galopes, ladridos, disparos, gritos.  Esos gritos desesperados y moribundos le hacían sentir que estaba haciendo algo malo, como cuando era pequeño y sus hermanos lo llevaban a robar huevos. Se sentía lejos de casa, metido a la fuerza en una situación que iba a terminar mal.

“Saca la tierra”, le dijo el amo y Aurelio empezó a cargar paladas. Conforme el hoyo fue quedando vacío, el desasosiego y la prisa le invadieron. Se le agotaba el tiempo. Sentía que, al enterrar al señorito, se iba a quedar sin saber qué había pasado. Cómo si al cubrirle de tierra fuese a olvidar incluso que había existido. ¿Qué cosa tan horrible podía haber hecho? El señorito no era mala persona. Había crecido sin madre, como hijo único, pero nunca le faltó de nada. Ciertamente, de joven se había metido en problemas y, como otros señoritos, había tenido líos de faldas y navajas. Le gustaba la bebida y gastar su riqueza, pero eso no era malo, lo hacían todos y al amo no parecía importarle. Era bueno que en la comarca todos supiesen quienes mandaban y que a ellos les estaban permitidas licencias que a los demás no. Todo eran chiquilladas que el amo ignoraba, sabiendo que el señorito pronto sería un hombre recto que heredaría la hacienda. Sin embargo, todo cambió hacía un par de años. Algo había pasado entre ellos y Aurelio no sabía qué era, pero, en los últimos tiempos, el señorito había empezado a frecuentar a los jornaleros, tanto que conocía a muchos por su nombre y, si tenían alguna queja, él era quien intercedía por ellos ante el amo. Cuando eso ocurría, discutían agriamente, pero nunca discutieron tanto como cuando el amo se enteró de que iba a menudo al ateneo del pueblo. Allí, el señorito se codeaba con obreros, maestros y gentes venidas de la capital que les contaban ideas extrañas que Aurelio no podía comprender. Había cambiado por completo de amistades y cada vez pasaba menos tiempo en la hacienda. La relación se terminó de romper cuando el señorito empezó a apoyar al nuevo alcalde, que no iba a misa y dejaba que los jornaleros ocupasen las tierras. Cada vez circulaban más rumores sobre el enfrentamiento entre padre e hijo y en las monterías se había vuelto habitual que los otros amos discutiesen qué harían ellos si tuviesen un hijo como ese. Aurelio intentaba entender, pero qué sabía él. El amo decía que hablarle de esas cosas era como enseñarle letras a un burro.

Cuando hubo terminado, Aurelio se sentó a descansar, reventado. Entonces el amo se movió por primera vez en toda la noche y sacó la pistola. “Levántate”, le dijo. Aurelio sintió un golpe de calor en el estómago y se quedó inmóvil mirando el cañón. No podía ser. Iba a suplicar cuando el amo saltó al hoyo y le dijo que saliese de allí. Aurelio se arrastró sobre el estómago para salir, con la cara llena de sudor, tierra y lágrimas. El amo permaneció de pie dentro del agujero, en la misma postura con la que miraba por la ventana horas atrás. Hecho un ovillo sobre el suelo, Aurelio le oyó decir:

—Danos un entierro digno. Que el señor nos perdone a los dos.

El ruido del disparo resonó en la noche y el amo cayó sobre el cuerpo de su hijo.

Aurelio lloró de rodillas hasta el amanecer, desesperado y muerto de miedo. No se atrevía abrir los ojos y solo era capaz de recordar aquella frase: Vienen tiempos difíciles y pondrán a prueba el honor de la familia.