GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2023

 RELATO FINALISTA 2023

PARA LUCIR HAY QUE SUFRIR

Javier Navarro-Soto Egea

Están sentados en la primera mesa que hay al entrar al restaurante, él de espaldas a la puerta y ella justo en frente. Sus atuendos son sencillos. Él lleva una camiseta holgada de su grupo de música favorito y unos pantalones vaqueros con dos o tres cadenas colgando de la hebilla de su cinturón; ella, un vestido rojo que le aprieta el pecho y la cintura y que, si bien resalta todas y cada una de sus curvas, también hace que le cueste respirar. Él le pregunta dónde lo ha comprado.

            —¿Es nuevo?

            —Sí —dice ella—. Lo encontré la semana pasada de rebajas. Pensé que sería una buena idea para celebrar nuestro aniversario.

            Él mira la carta.

            —Está bien —dice finalmente—. Te queda bien.

Ella sonríe y se ajusta un tirante. Retira los codos de la mesa y esconde las manos debajo de los muslos.

Mientras él lee la carta con el ceño fruncido, ella recuerda lo que escuchó al lado de su probador, la conversación entre dos adolescentes, una que se quejaba de que la falda era muy corta y le rozaba y otra que le decía que para lucir hay que sufrir.

            —¿Qué piensas? —pregunta él de pronto.

            Ella sacude la cabeza.

            —No estoy pensando en nada.

            —Parecía que sí.

            —Qué bien me conoces.

            Él parpadea varias veces.

            —Son ya muchos años juntos.

La camarera les trae una botella de agua grande y dos cervezas frías. Ella se bebe la suya de un tirón. Hace calor, así que retira con los dedos las gotitas del botellín y se restriega la cara con las manos, como si de esa forma pudiera mitigar un poco el sudor. De repente se descubre pensando en la playa, en las ganas que tiene de bañarse.

            —Podríamos ir algún día —dice.

            —¿Dónde?

            —A la playa.

            —Podríamos —acepta él—. Aunque ya sabes que no me gusta mucho el mar.

            —Al menos sirve para refrescarse.

            —Eso es cierto —concluye—. Podríamos ir algún día, sí.

Se quedan unos segundos en silencio. Ella intenta visualizar inútilmente un calendario en su cabeza. Es la única que no trabaja de los dos, de modo que pregunta si le parece bien mañana.

            —¿Mañana?

Asiente. Él le da un trago a su cerveza. Después se lleva la mano al bolsillo y saca su teléfono. Enciende la pantalla y desliza el dedo varias veces. Teclea también un par de palabras, no más de tres o cuatro frases, aunque no puede estar segura porque el móvil se encuentra inclinado de tal forma que no llega a verlo bien. Cuando la camarera se acerca a la mesa para preguntarles qué quieren de comer, ella abre la boca y balbucea, y él pide dos menús del día.

            —Ahora mismo se los traigo —dice, y se va.

            —Mañana es imposible —dice él.

            Deja el móvil encima de la mesa.

            —¿Tienes alguna otra reunión?

            —No. Es solo que quiero descansar. Ya sabes el lío que llevamos en la empresa.

            —Ya —dice ella—. Lo sé.

            —Pero podemos ir algún día de estos. Me parece una buena idea.

Vuelve a encender el móvil y vuelve a deslizar el dedo por la pantalla, primero a la derecha y luego a la izquierda, como si fuera una partida de ping-pong. Lo deja de nuevo encima de la mesa cuando al fin le traen los platos.

            —¿Duermes bien? —pregunta ella.

            —Sí.

            —¿Pero bien-bien-bien?

            —Sí, bien-bien-bien —confirma—. ¿Por qué lo dices?

            —No lo sé. —Ladea la cabeza—. Es que últimamente siempre estás cansado. —Corta un trozo de carne y se lo lleva a la boca, lo mastica lentamente, se lo traga acompañado de un sorbo de agua—. Quizás deberías ir al médico, solo para asegurarte de que no hay ningún problema.

Él deja de comer. La mira fijamente.

            —Ya sabes lo que pienso de los médicos.

            —Ya. —Lo sabe—. Lo sé.

            —Además —dice—, no creo que sea buena idea ir los dos.

            —Bueno, quizás te venga bien. De todas formas, las razones son distintas. No veo dónde está el problema.

            —¿A ti te ha venido bien?

            Ella sonríe. Es una sonrisa diminuta.

            —¿A ti qué te parece?

Él se encoge de hombros.

            —No lo sé —dice, limpiándose la boca—. Por eso te pregunto.

            —Yo creo que sí que me ha venido bien. Me noto mucho más enérgica, eso desde luego.

Él sustituye el primer plato por el segundo y vuelve a coger el móvil. Al cabo de un rato, la camarera les pregunta si les hace falta algo.

            —Otra cerveza, por favor —dice, sin apartar la vista del teléfono.

Ella sonríe y sigue masticando. Cuando va por la mitad del segundo plato, informa de que va un momento al baño. Se levanta y sigue las indicaciones que hay escritas en los carteles. Orina y se lava las manos. También se mira en el espejo. Está guapa, piensa. Es guapa. Y ese vestido le queda bien, él mismo se lo ha dicho. Regresa a la mesa con la misma sonrisa que tenía y ve que él no ha tocado la comida. Ella se termina su parte del menú. Luego lee la carta de los postres.

            —De hecho —dice tras decantarse por un helado de vainilla—, casi me atrevería a decir que estoy mejor que tú.

            Él alza la mirada.

            —¿En qué sentido?

            —Bueno, me cuesta menos levantarme.

            Se ríe cuando dice eso y se lleva el tenedor a los labios para relamer los restos de salsa que han quedado entre las puntas. Él solo le dice que eso es algo que él no puede saber.

            —Me levanto siempre antes —se excusa—. Madrugo más que tú.

            Y agacha de nuevo la cabeza.

 

***

Cuando llegan a casa, él se sienta en una esquina del sofá y ella se tumba con la cabeza apoyada entre sus piernas y los pies tendidos encima del reposabrazos, el vestido un poco arrugado por la posición y dejando entrever parte de su lencería. Después de un rato en silencio, ella le pregunta qué día van a ir a la playa. Él le dice que tiene que consultar su calendario, y luego saca el móvil y desliza el dedo por la pantalla justo como ha hecho antes, primero a la izquierda y luego a la derecha. Poco a poco, ella se adormece. Empieza a trazar círculos en el muslo de él, algunos más rápido y otros más despacio, y sube un par de veces hasta rozar la zona de la entrepierna con el fin de mantenerse espabilada. Pero el sonido del ventilador, las ganas de que alguien la tape de repente: todo parece una señal que le indica que es hora de dormir.

 

***

Se despierta porque escucha una risa y porque los muslos de él tiemblan de repente, se contraen como hacía tiempo que no se contraían. Ella alza la mirada y le ve viendo un vídeo de internet. Él se lo enseña aguantando una carcajada. Ella sonríe. Se levanta después de ver a tres gatitos cayendo al agua tras perseguir lo que parece ser un mono y se dirige a su dormitorio, donde abre un cajón en el que guarda algunas de sus cosas.

 

***

Hace frío. No puede ser por el ventilador, porque en el cuarto no hay ninguno, y tampoco recuerda haber encendido el aire acondicionado. De modo que intuye que hace frío porque está tumbada sobre el suelo. Él la sujeta entre las manos y dice cosas ininteligibles que ella no llega a comprender. A través de la ventana se ven luces de colores y, de fondo, un sonido muy molesto. Lo único que percibe sin dificultad —lo único de lo que está cien por cien segura— es el roce de sus dedos, los de él, contra su cuero cabelludo. Le está tomando la cabeza. La está tocando al fin.