GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2023

 RELATO FINALISTA 2023

UNOS CUANTOS GRILLOS

Santos Martínez Álvarez

Si esta fuera una historia bonita, llamaría M a María. O Mery, como le decían sus amigas. Pero no. Ma-rí-aaa, canturreaba, hecho un Montesco, cuando se atrancaba el timbre de la casa de su abuelo. Maaa-rí-a. Era una certeza. Como el saco de cemento que sentí en el estómago cuando me dijo que se largaba a Uruguay. Alguna vez la llamé Marie Laveau.

—¿Por qué?

—La reina del vudú —contesté mientras le acariciaba las tetas en la cocina.

Me pregunté si su abuelo le habría tocado las tetas a su abuela en aquella esquina. Acabábamos de desayunar. Sonaba Important in your life. Ella tenía un C25 de inglés. Asumí que pillaba las indirectas. Apuró el torrefacto. Arrastró la silla. El eco se perdió escaleras arriba. Se me sentó encima. Apoyó el moño en mi hombro.

—Creo que ahora mismo nos envidiaría todo el mundo —dijo.

A mí se me apelotonaban el corazón y la picha en la garganta.

Nos conocimos un mes antes. El cura decidió cambiar las campanas de la iglesia. Se celebró. María llegó a mediodía. Yo apoyaba el codo en un extremo de la barra que ocupaba el centro de la plaza. Benavides me devolvió el cambio. Con los 30 años se le había puesto cabeza de Kiko Veneno. Fue mi mejor amigo hasta los 18. Compartíamos el Madrid y la gordofobia. No hacía falta mucho más.

—Al Barbas le voy a soltar un trompazo.

—¿Sigue con las motos?

—Yo qué capullo sé. Esta mañana pasa por aquí y dice: «Eh».

—Hay quien saluda así.

—¡Pijo, pero a las cabras! «Eh». Con el morro chucho ese que tiene.

El Barbas era un calvo con barba que arreglaba scooters. Nos sacaba cuatro años. Introdujo en el pueblo el uso del Yasuni y el Jazen. Supongo que después se hizo terraplanista.

—¿Tú es que eres una cabra?

—No —dije.

—Ah.

Le di un trago a la caña. En la otra punta de la chapa, María levantó la mano. Le dijo algo a la Tacones y se apartó un mechón de la frente. Tenía el pelo rizado. Rizado perdido. Un día le colé un macarrón en la coronilla y tardó una tarde en llegarle a la espalda. Bajaba los párpados a la mitad. Como si fuera fumada. Pasó un rato. Varias viejas se arremolinaron en el centro de la plaza y señalaron las campanas. Pronto se cumplirían tres meses desde que volví a Fuente Librilla. Caí en el ERE del periódico. «El barco se hunde», dijo el director. Esa tarde le llamé. Le dije que sería su corresponsal en el Noroeste. Que había droga y accidentes. Resopló. Aceptó. 450 al mes. Mi tío me dejó la casa de mi abuela con dos condiciones. Una: abrir las ventanas. Dos: no dar castigo. Arroz blanco, sopas y lo que caía de los bancales. Me apañaba. Oí la palabra ‘apechusque’. La Tacones seguía largando. Me fijé en María. Uñas de medio dedo, un anillo con una serpiente dorada enroscado en el pulgar, zapatillas de skater con gomas a los lados, plumas lila. De dónde habría salido. Quizá se estuviera escondiendo. O eso que hace la gente de ciudad, ‘empezar de cero’, largarte a un pueblo sin ayuntamiento y volver en otoño sabiendo cocinar arroz con conejo. Me acerqué.

—Tú no eres de por aquí.

—¿Eh? —dijo— No.

Le pregunté por el campanario.

—A mí me gusta —dijo, y se encogió de hombros.

Guardé el boli y la libreta. Si a ella le gustaba, ¿qué más tenía que decir nadie, no ya en este pueblo, señor mío, qué más tenía que decir nadie en esta galaxia? Le conté cosas que no sabía. La junta vecinal, el cura, jaleos. La Tacones nos puso un par de cañas. Un plato de olivas. Hice el amago de pagar. Hizo el amago de que ni se me ocurriera. Solté una oliva sobre mi caña. María siguió con los ojos el descenso del óvalo verde. Abrió la boca el tamaño del canto de 20 céntimos. Intenté imitarla. No pude. Era imposible. Prodigioso. Tenía 26. Quería ser psiquiatra. La nota le daba para Zamora, Mieres y Uruguay.

—Uruguay—dije.

Yo de Uruguay sabía que era chiquitico, Montevideo y cabras, que los argentinos se reían de ellos, que Pepe Mujica fue presidente, que se ve que a la hora de la verdad tampoco era tan de izquierdas, que la marihuana es legal y que crían jugadores buenísimos.

—Mi madre es uruguaya.

—¡Uruguasha! —dije, como cualquier imbécil.

—Sí.

Era de Cartagena. Su abuelo paterno nació en Fuente Librilla. Juan el Ropasuelta. Mi abuelo lo mentaba de vez en cuando. Se hizo de noche. Sonaron las campanas. Las viejas aplaudieron. Atravesamos la plaza y la calle de la panadería. Miró a la sierra. Una ráfaga de aire le levantó la melena. Le vi la nuca. ¡La nuca! La luz de las farolas le dejaba media cara con el color que tienen en las películas las panaderas del ghetto de Varsovia.

—¿Me llevas a donde fuiste adolescente?

—Toma mi corazón, mujer, y haz con él lo que quieras.

Eso solo lo pensé. Cogimos su Land Rover de la I Guerra Mundial. Llegamos a Mula. Dijo que le gustaba la luz. Yo tenía pocos adjetivos para la luz: oscura, clara, fría, cálida. Con eso iba jugando. Fuimos a la puerta del Ribera de los Molinos, mi instituto. Dijo que le gustaba imaginarme por allí. Le conté que fueron días de berridos y codazos. Puse voz de granuja. «Pero también de iluminación», seguí, con el índice en ristre y el vaho de madrugada saliéndome del hocico. Le hablé de los Ramones. Descubrirlos con 15 años. Me contó que tenía las rodillas hacia adentro, que hacía como que le importaba el zodiaco y que «tampoco» se había sentido parte de nada. Nos abrazamos en la pared de la cantina. Apoyó la barbilla en mi hombro. Oí cómo tragaba saliva y supe que ese era el camino por el que uno llega a enamorarse. Amaneció. Volvimos. Me sentí fuera de la escena. Aquella rizos verborreica o tímida. Aquel Land Rover. Un gallo cantó a la altura del Retamar. Me calmé. Recordé lo que contaba Valdano sobre marcar en la final de un Mundial: «Descubrí que la felicidad tiene un tope y que, a partir de ahí, todo parece irreal». Y ese era yo, sacando la pelota de la portería de los alemanes, las costillas crujiendo, notando en el pecho hasta dónde se puede inflar un corazón. Nos besamos en la puerta de su abuelo. Se señaló una mejilla. Luego, la otra. Luego, los labios. Una tradición uruguaya, me dije. Respeto.

Nacimos y morimos aquel abril. Fotos torcidas de nuestras sombras en Sierra Espuña. Cenamos pan y tomate. Vino. Hacíamos el amor en el suelo, en las mesas, en la cama. Agarraba las sábanas como si fuera a salir despedida. Nos despertábamos con el gallo del Chachico. Hablábamos, hablábamos, hablábamos. Le contaba algo y ella decía «claro» con los ojos entornados y yo me preguntaba cómo capullo iba a hacer para gobernarle a esa mujer una casa, ropas y macarrones. Desayunamos pan y tomate. Yo me retrepaba en la silla y observaba la hilera de baldosas en las que nuestros hijos se dejarían las rodillas. Nos besábamos en el quicio de la puerta. Envejecimos. Tan viejos, que llamábamos a los sitios por el nombre de tiendas que cerraron 25 años antes. Viejos, viejos y dignos.

Y una mañana dijo que se iba a Montevideo en tres días. Y eso, un saco de cemento en el estómago.

—¿Por qué no te vas a Mercurio, mejor?

Se giró con los labios apretados. Yo sonreí como si fuese una broma. Acabábamos de desayunar. En su plato quedaban medias lunas de pan calcinado. Qué cara le pondría, que se levantó y me abrazó la cadera.

—Tenemos que hacer un ejercicio de presente —dijo.

Me daba miedo cuando se convertía en la voz de la razón. Asentí. Si ya es raro besar contando, imaginen besar contando hacia atrás. Hacer el amor con los ojos en la nariz, memorizando cada picotazo, lunar, rozadura, porque, pensaba, de alguna manera tendría yo que tirar hacia adelante. Noté cómo esa rareza se me dilataba en el estómago. Lo dijo Valdano: «Es raro porque las cosas de verdad son raras».

Voló el 28. Esa noche subí a Gebas con Benavides. Miré el cielo. Nubes como zurullos. Le dije que María iría por el Atlántico. Que estaría durmiendo, respirando fuerte, casi roncando. O calculando las toneladas de combustible que meaba aquel trasto. Su efecto en el mar. En los árboles. Copón, en los gorriones. Dicen que se tarda más en cruzar el Amazonas que el Atlántico. Me callé. Pensé en el Atlántico, en los pulmones de María, en el combustible, en que quería a nuestros hijos igual que si hubieran nacido, en el gusto que me daba escuchar mis propias rodillas al levantarme de la mecedora y observar cómo le tejía la bolsa del almuerzo a nuestro nieto Arturo junto a la chimenea, allí, en el salón de nuestra casa, viejos, viejos y dignos. Clavé los ojos en el asfalto. Noté una pelota de tenis en la garganta. Se me nubló la vista. Me costaba respirar. Una procesión de gotas saladas me rodeó labios y desfiló hasta el cuello. Viejos, viejos y dignos.

Fue rápido. Doblamos la esquina de la Vereda y vimos al fondo a un calvo barbudo con tatuajes y pantalón pirata. Todo negro. Benavides arrancó. «¡Lo mato!», gritó. El otro dio media vuelta y tiró cuesta abajo. Un canoso detrás de un calvo. Llegué a la puerta del abuelo de María. Todo cerrado. Las piernas me temblaban. Me senté en un escalón. Noté la camiseta pegada a la espalda. Iría por el Amazonas. ¿Se tardaba más en cruzar el Amazonas que el Atlántico? Saqué el móvil. Escribí esa frase. Un anuncio: vuelos baratísimos a Latinoamérica. Pinché. La pantalla se quedó en blanco. No había cobertura. Oí pasos. Benavides apareció en el cruce. Sonrió. Se sentó a mi lado y me palmeó el hombro. Olía a ciervo.

—Arreglao —dijo, y me guiñó un ojo.

Nos quedamos en silencio. Al poco, chasqueó.

—¿Cómo era lo que decía Valdano sobre la amistad, Bigotes?

—No sé.

—Ah, sí. Decía: «Un amigo es uno mismo con otra piel». Esa es buena. Puto Valdano.

La pantalla seguía en blanco.

—Bigotes, tú eres un buen amigo, ¿sabes? Que no te digan lo contrario.

—Gracias.

Decidí que sí, que se tarda más en atravesar el Amazonas que el Atlántico. Me guardé el móvil en el bolsillo. Pasó el camión de la basura. Luego se oyeron unos cuantos grillos.