GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2024

 RELATO FINALISTA 2024

EL SOLAPAMIENTO

Jesús Ortuño Castillo

A las tres de la tarde del único día del año que puedo verte estoy en tu puerta, tu padre la abre y se echa a un lado como única invitación a pasar. Me pone en guardia que tras quince años acudiendo a la cita, hoy de pronto tenga ganas de hablar.

Esta puede ser la última vez que nos veamos, dice.

Con la pensión no le da para mantener la casa.

Encajo las palabras como bien puedo. Tiene los ojos rojos y por primera vez despierta en mí pena de verdad.

Quiere que me quede con la casa.

Este hombre ya no es tu padre. Eso está claro. Si le pudieras ver, dudo que le reconocieras. Acumula los años en el rostro, cada arruga es un surco en el tiempo, que desde que no estás parecen más profundas. Tu falta nos ha destrozado de forma distinta pero implacable. Ya se ha encerrado en su despacho, a esperar que llegue el momento que nos une y no tener que soportar mi cara hasta que suceda.

 

Otro 15 de julio deambulando por tu salón. Esta rutina se ha convertido en algo más parecido a una penitencia. Parece que este año faltan muebles. Prácticamente sólo quedan fotografías en sus marcos y el altar que hizo tu madre preside la estancia. Sobre él tu Nikon F3, tu primera portada y la fotografía de la sonrisa sin diente. Me encantaba contar esa historia, todavía más escucharte contarla. Nos partíamos de risa divagando sobre cómo tu incisivo perdido seguiría clavado en la rama del baobab. Vaya golpe. Estabas tan contenta, tan segura de que habías capturado un momento único. Qué razón tenías. La noche de antes me enseñaste a hacer un nudo con una sola mano, sujetabas un extremo y a mí me diste el otro. Con las linternas apagadas, quise ver una luz que recorría la cuerda, conectándonos. Cuando caíste del árbol dijiste entre risas que te había fallado la cuerda porque no la sujeté bien. No me pude soltar de ti nunca más.

La estantería caoba está más inclinada este año, debe ser por el kilo de polvo que sostiene. Qué lástima lo de tu madre, ella al menos me miraba a la cara, todavía buscándote. Tu padre es otra cosa, siempre lo ha sido, hasta para pedir ayuda parece que sea cosa de otro. Tiene la cámara de vídeo colocada sobre el trípode en mitad del salón para grabar cuando pases por el solapamiento. Siempre hace igual, la prepara antes de que yo llegue sólo para no coincidir más de lo necesario conmigo. Junto a la cámara está su álbum, donde guarda las tarjetas de memoria, registra y etiqueta cuidadosamente todos los vídeos que tiene de ti. Vídeos que son siempre el mismo. Creo que él, al igual que yo, espera cada año que ocurra algo distinto.

Qué suerte tuvo tu padre de que este solapamiento fuera así de sencillo. Si hubiera sido un momento relevante habría un canal en la televisión dedicado y el gobierno le habría requisado la casa. Yo asumí el registro, recuerdo como si fuera ayer la voz asustada de tu madre cuando apareció la primera vez.

Que te habían visto en las cortinas del salón, decía.

Por aquel entonces ya eran conocidos los solapamientos. Nos tocó la lotería, creí.

El técnico constató que se trataba de un eco. A varias manzanas hay un solapamiento importante, de los que permanecen abiertos durante todo el año y se pueden ver escenas del mismo espacio-tiempo desde diferentes ángulos. Es también de 1989, por eso se les conoce como ecos, claro.

Leí en el reglamento que el tiempo máximo que pueden durar sin que pasen a ser objeto de investigación es de tres minutos.

Ojalá este durara algo más de quince segundos.

 

A cada visita siento que la espera es más larga. No hay vez que no salga de tu casa pensando que el próximo año si vuelvo, llegaré con el tiempo justo, pero llega el día y me puede el miedo de perderme el momento. Además, estoy seguro de que tu padre no me dejaría entrar si llego con el tiempo pegado, le daría una excusa.

Me deja pasar porque la rutina se estableció con tu madre. Le gusta cobrarse sus pequeñas venganzas, por eso coloca la foto de tu marido sobre la cómoda para recordarme que me dejaste por él. Los dos, delante del solar que sería vuestra casa. Tu marido sujeta orgulloso los planos que diseñó para vuestro proyecto de vida. Un arquitecto, la aspiración frustrada de tu padre, la arquitectura y ser buena persona, como solías decir. Le caía genial, el marido perfecto.

No le ibas a querer como me habías querido a mí, pero es que a mí ya no me querías, dijiste. Mirabas al horizonte, porque tenías que caminar. Yo no he dado un paso desde aquel momento. 

 Fantaseo que el solapamiento cambia y vuelves a aparecer, en otro momento, o incluso que aparecemos los dos, algún día en el que te acompañara a casa, qué sé yo. Todos esos pequeños momentos que hemos olvidado.

Sé que es imposible, lo he preguntado.

 

A falta de treinta minutos tu padre abre la puerta de su despacho. Va directo a su cámara, comprueba que todo esté bien. Orienta el visor hacia la ventana, al lugar en el que el espacio se fragmentará y delante de la ventana se abrirá otra ventana a la calle de San Nicolás en 1989. Pronto pasará el cometa que sólo importa a dos personas en el mundo, dos personas que comparten aire una vez al año y que no se pueden ni ver.

Mientras tu padre prepara su ritual, mi corazón a cada mirada al reloj bombea más rápido. Cuando faltan minutos ya lo noto fuera de mi pecho, en la garganta. Es complicado describir con palabras lo que siento cada vez que sucede. Puedo intentar escribir lo que representa visualmente. Como si de una proyección de cine se tratara, flota en el aire una imagen traslúcida que muestra un tiempo concreto, la tarde del 15 de julio de 1989. La calle está tranquila hasta que de pronto la cruzas. Cada vez estás más perfecta. Ya no se me hace raro verte sin la cámara pegada al cuerpo, porque sé que aún no has descubierto la fotografía, tu padre cree que terminarás derecho y que le queda tiempo para ser buen padre. Cargas un atlas porque todavía no has salido de Murcia. No nos hemos conocido a la orilla del río Mara fotografiando elefantes, aún no nos hemos enamorado. No has dejado de hablar con tu familia, ni me has dejado a mí. Todo está por pasar. Alzas ligeramente la vista y parece que esbozas una sonrisa, cada año siento que dura un poquito más. Ahí termina. Ni tu padre ni yo sabemos dónde ibas, o si venías, lo único que sabemos indiscutiblemente es que eres tú. La imagen perfecta de la persona que fuiste.

Toda la escena dura quince segundos, tú sólo apareces durante cinco y cada vez siento que el aire no volverá a entrar en mis pulmones, que el tiempo se detiene cuando desapareces. Primero tú, después todo lo demás. Los dos lloramos, tu padre cada año llora más, yo a cada año quedo más perdido y triste.

La nostalgia es un veneno dulce.

 

–A ti te sobra el dinero, podrías hacerte cargo de la casa.

–Después de quince años sin mirarme a la cara, ¿para esto sí me hablas? –le digo mientras termino de frotarme los ojos.

–No te creas que has sido mi primera opción–dice con tono sincero. –La vamos a perder.

–No me interesa. Además, de quedármela, ¿qué te hace pensar que te dejaría entrar? –contesto creyéndome que imparto justicia, aunque no me corresponda–. Además, me volvería loco si viviera aquí.

–¿Vas a dejar que otro se quede con ella? –dice el cabrón. Sé que no habla de la casa.

Respiro. No quiero darle el gusto de sacarme de mis casillas.

–Quizá es momento de pasar página.

–Tú no puedes pasar página. Te conozco bien–dice mientras termina de etiquetar, con la fecha de hoy, la última tarjeta para después guardarla dentro de su álbum.

–¿Qué sabrás tú?

–Llegas cada año con la misma cara que siempre has traído a esta casa, como si la fueras a ver de nuevo.

–Es que vengo a verla.

–Estás enamorado de una persona que no te conoce–dice.

–Lo hará

–No te das cuenta, ¿no?

–Estoy seguro de que recuerdas con más nitidez la escena del solapamiento que cualquier momento con ella.

–¿Y qué si es así?

–Has sobrescrito tu vida. No has vivido el momento del que no puedes salir y por eso sé que te quedarás con la casa.

 

Le dije que lo pensaría. Salí por la puerta sin despedirme.