GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2024

 RELATO FINALISTA 2024

MAJASIEGA

José Miguel Rojo Martínez

A principios de junio el trigo estaba listo para la siega y yo estaba listo para darme el primer baño del verano en la acequia. Me gustaba ese mes porque el pueblo comenzaba a llenarse de hombres y mujeres que yo consideraba exóticos, llegados del sur, con voz intensa y olor frutal, dispuestos a empuñar las hoces. Los hombres más altos se parecían a El Jabato, pero casi nunca venían mujeres como Claudia. Todos los niños del pueblo esperábamos con emoción al primer autobús que traía a aquellos trabajadores, algunos ya conocidos, con los que pronto nos encontraríamos en el bar, en misa o en la plaza.

 

Cuando comenzaron a bajar de aquel autobús azul los primeros jornaleros, pronto me di cuenta de que algo había cambiado este año. Alguien demasiado pequeño como para poder trabajar –incluso en aquellos años– también se disponía a bajar las escaleras de aquel Setra. Como lo vi de espaldas, pensé que podía ser un enano, como el que vino a las fiestas del pueblo, así que no me acerqué a preguntarle de qué equipo era ni si le apetecía venir conmigo a los recreativos. Al volver a casa para cenar, mis padres comentaron que un tal Germán, que enviudó hace un año, se había traído a su hijo a la siega para que comenzara a conocer el oficio.

 

Al día siguiente, en la escuela, don Florián nos presentó al que sería nuestro nuevo compañero durante unas semanas. Se llamaba también Germán, aunque pronto le pusimos el mote de “Zazo”. De no haber existido Jorge, mi vecino, podría haber sido bautizado como “Tarta”, pero había que distinguirlos. Zazo se sabía todos los ríos de España, aunque apenas podía escribir. También era muy bueno recitando romances, interminables letanías sobre Bernardo del Carpio que yo odiaba tanto como ir a comprar el pan. Cuando salimos al patio, le preguntamos a Zazo muchas cosas sobre su vida, entre ellas, qué le había pasado a su madre. Él respondió con rapidez:

 

–Dejó de respirar como todos los muertos. En mi pueblo, la gente deja de respirar y se muere.

 

Parecía duro como una roca. Apenas había acabado la frase y ya estaba chutando tan fuerte una pelota de tela que casi la descoyunta. A mí esa respuesta me inquietaba y, decidido a imitar al inspector Clouseau, me propuse saber por qué una mujer tan joven y aparentemente tan sana –certificaron mis padres–  podía haber dejado de respirar. Al salir del colegio me acerqué a Zazo.

 

–Oye, Germán, luego vamos a ir a la acequia a bañarnos. ¡Es el primer baño del verano! Si te deja tu padre te podrías venir.

 

–Mi padre me ha dicho que no…que no hable con gente de aquí.

 

–¿No le caemos bien? A mí no me importa que hables raro ni que seas hijo de jornalero, Germán. Pareces majo.

 

–No…no…no es muy práctico que nos hagamos amigos. Yo…yo desapareceré con la majasiega y tú seguirás aquí. Habremos desperdiciado demasiado tiempo en conocernos para…para nada.

 

Un ruido de moto frenó nuestra conversación y casi sin darme cuenta Zazo había desaparecido. Al llegar a casa le conté a mis padres todo lo sucedido ese día y me aseguraron haber escuchado que la madre de Zazo se había ahogado. Ahora tenía sentido lo de dejar de respirar, claro, porque debajo del agua es difícil hacerlo. Ni siquiera Martín, que es el campeón comarcal de apnea, puede hacerlo más de 4 minutos seguidos. Mientras removía con el dedo la grasa de mi vaso de leche, pensé que la opción de ir a la acequia podía haber incomodado a Zazo, por aquello de que el agua mató a su madre. Me fui hacia los casones de los jornaleros y pregunté por él. Pasé y, entre barreños de zinc llenos de ropas sudadas, logré llegar hasta la habitación que compartía con su padre y dos primos.

 

–Germán, soy Antonio. ¿Puedes salir? 

 

–Ehhh…Creo que…que …que eres un poco pesado. Ya te he dicho que no podemos ser amigos. Que yo desapareceré con la majasiega y tú seguirás aquí.

 

–Ya lo sé, pero es que te quiero pedir perdón, porque yo no sabía nada de lo de tu madre. Te invité a la acequia y no caí en que el agua te daría miedo.

 

–A mí me encanta nadar. Me encanta el agua. Mi…mi madre dejó de respirar como todos los muertos, el agua no le hizo nada.

 

–Bueno, a veces el río es muy peligroso. Yo una vez casi acabo en las compuertas por una corriente. 

 

–El río se lleva lo que del río es. Si…si tanto quieres que vaya contigo a la acequia, pues vamos…

 

Con aquella frase Zazo parecía retarme. Cuando llegamos a la acequia honda, donde casi no hacíamos pie y el agua era tan turbia que resultaba difícil saber qué había debajo, de repente cercó mi cabeza entre sus dos manos y me dijo:

 

–He venido aquí para saber por qué mi madre dejó de respirar como todos los muertos y tú vas a ayudarme.

 

–¿Yo? Pero no la conocía.

 

–Lo único que me interesa de ti es esta curiosidad impertinente que te ha hecho venir hasta mi habitación y sacarme de ella. Ahora te debo contar toda la verdad. Mi madre murió hace un año, desapareció en el río tras volver a nuestro pueblo después de una de las siegas más apoteósicas de la historia. Mi…mi…mi padre me cuenta que en el autobús de vuelta estaba tan triste que tenía miedo de que atravesara una ventana con la mirada. Al entrar a Murcia, se derrumbó y le contó que alguien del pueblo la había violado el día de San Antonio. Cuando salió a lavar la ropa al lavadero, un hombre cogió una de las camisetas interiores de mi padre y la amordazó. Ahí empezó a dejar de respirar. Solo sé que ese hombre se llevó con él esa camiseta de mi padre, como una especie de trofeo, y que mi madre le hizo una cicatriz en el cuello tratando de zafarse. Ahora tienes que ayudarme a encontrarlo.

 

–Eres un jodido mentiroso. En este pueblo no hay violadores. Y mucho menos violadores de jornaleras murcianas. Si aquí los hombres siempre se están riendo de las pintas de esas mujeres. No te pienso ayudar.

 

 –Te juro que pasó así.

 

 –¿Y si es mentira? ¿Cómo puedes saber tú tantos detalles si eres un mocoso?

 

–Porque escuché a mi padre contárselo a mi tío. Nadie más sabe esta historia. Pero estoy harto de que todo el mundo piense que mi madre no era feliz con nosotros. Mi…mi…mi madre dejó de respirar como todos los muertos por culpa de tu maldito pueblo.

 

–¿Por qué habéis vuelto si tan maldito es?

 

–Porque los segadores vamos donde hay trigo que segar.

 

La mirada de Zazo no podía mentir. Ahora yo sabía su mayor secreto y estaba dispuesto a ayudarle. Temía descubrir la verdad, al mismo tiempo que tenía una necesidad irrefrenable de hacerlo. Era una de esas verdades que podían cambiarlo todo, a pesar de que vivíamos en un tiempo en el que nunca cambiaba nada. Le pedí detalles para afinar mi investigación:

 

–Te ayudaré. Estoy convencido de que todo ha sido un malentendido y que ese malvado hombre es del pueblo de al lado, de donde son todos los hombres malos que conozco. O tal vez es uno de vosotros. Vamos a descubrirlo juntos, así que dime cómo podría identificar esa camiseta interior de tu padre.

 

–Todas las camisetas interiores de mi padre tienen una G hecha con…con hilo negro en el cuello, es muy pequeña, pero inconfundible. Se la hacía mi madre para no perderlas entre tanto barreño colectivo en época de siega. Además, según él, esa camiseta estaba algo rota debajo de la axila izquierda.

 

–¿Y por qué crees que ese hombre quiere la camiseta de tu padre?

 

–Ese hombre quería todo lo que tenía mi padre.

 

–¿Un jornalero?

 

–¿No has querido tú ser el amigo del hijo de un jornalero?

 

El agua empezaba a estar fría y nuestros dedos arrugados. Pronto dejaría de haber agua en la acequia porque se echaría el tablacho. Me fui a casa e idee un plan para poder buscar en las casas de todo el pueblo la camiseta con la G de fino hilo negro y un pequeño roto debajo de la axila izquierda. Comencé a pasear por mi calle mirando hacia arriba, porque era tradición colgar unas cuerdas de los balcones y poner a secar la ropa en ese lugar, entre geranios y petunias. Era muy difícil observar desde abajo, así que volví a casa para idear un plan mejor: ir al lavadero y camuflarme entre las mujeres mientras restriegan. Cuando termino de imaginarme cómo sería esa escena,  mi madre me puso la cena y después me pidió que le ayudara a tender. Yo, que casi no sabía ni cómo poner una pinza todavía, colocaba con afán los calzoncillos gigantes de mi padre, el viso color carne de mi madre y mis calcetines –que milagrosamente habían vuelto a ser blancos, después de andar descalzo con ellos por la pista de fútbol de tierra–. De repente, mi madre me pasa una camiseta interior de mi padre y mis ojos no pueden creer lo que estaba viendo. Un pequeño roído debajo de la axila izquierda y una G diminuta en el cuello. ¡Imposible! ¡Él no! ¡Cualquier otro menos él! Intentado disimular mi nerviosismo le pregunto a mi madre:

 

–¿Por qué tiene esta camiseta una G de hilo negro medio descosido, mamá? Papá se llama Antonio, como yo, como el abuelo, como el bisabuelo, como el tatarabuelo….

 

–No me hables de esa camiseta que estoy harta de ella, no se le va el olor a sudor, a hombre del sur. Se la regaló un trabajador de la finca a tu padre el año pasado en la majasiega porque dijo que era la mejor camiseta del mundo y que quería que la probara. Pero es mentira. Es una camiseta malísima, el pobre no habrá ido nunca a unos grandes almacenes y no sabe de tejidos buenos. Y tú padre venga a ponérsela. Le encanta que sus trabajadores le hagan regalos.

 

Todo parecía incriminar a mi padre. Lejos de decirle la verdad a Zazo, mi prioridad era deshacerme de esa prueba. Nadie quiere ser el hijo de un jornalero, pero menos el hijo de un violador. Fui corriendo a los casones de los jornaleros para introducirla en medio de algún barreño. Al entrar, Zazo me estaba esperando y me vio con la camiseta en la mano.

 

–Caso cerrado. Nunca olvides, Antoñito, quién es tu padre. Yo no lo haré.

 

 

Pasaron los días y nunca volvimos a hablar. Cuando acabó la majasiega se fue y yo seguí allí.