GENERACIÓN ESTRELLA

 FINALISTAS 2024

 RELATO FINALISTA 2024

MAMÁ

Inma Miralles Guardiola

Cuando era pequeña, le pasaba a menudo. Pararse delante de un escaparate, de la ventanilla de un coche, del mismísimo espejo, viendo cómo su silueta solo cobraba consistencia en las curvas y los picos, los hombros, las muñecas, el cráneo, la nariz. Y todo lo demás quedaba como un gran hueco sin sustancia. ¿Quién eres?, le preguntaban todos. ¿Quién eres tú?

En eso piensa ahora, mientras ve su rostro apenas esbozado en la pantalla del portátil. Hay un bebé que repta por el suelo, algunos metros más allá, que también la mira. Es su hijo. Cada tarde, ella establece con el niño un asedio sutil en la distancia. Ella trabaja en su ordenador y él repta (a veces muerde un cable por aquí, devora una pelusa por allá), separados ambos por una vibración a modo de cuerda que se acorta y se estira, sin terminar de unir sus cabos. A ella le gustaría permanecer así todas las horas que pasan juntos. No se avergonzaría de confesarlo, si alguien le preguntase. Pero el niño siempre termina por acudir a ella con alguna necesidad. Hambre. Afecto.

La pantalla del portátil se apaga de repente. Amenaza con quedarse sin batería. Ella maldice, en silencio. El enchufe al que está conectado es antiguo y a veces falla. Aunque ella se pase la tarde cargándolo, le sorprende la pantalla apagándose. De mala gana, toquetea el enchufe, lo desconecta y vuelve a probar. Parece que ahora sí, pero la luz de la habitación parpadea un instante y ese instante coincide con un gemido del niño, que se ha asustado y emprende el camino hacia ella. El camino que unirá los dos cabos. Ella vuelve a maldecir, esta vez en voz alta.

Hay dos cosas del bebé que le dan miedo. Esto no lo admitiría. Es algo que no tiene que ver con lo escatológico que hay en los niños. Ella no teme ni a los mocos ni a los pañales. La primera cosa que le da miedo tiene que ver con lo irracional. La conducta de los bebés no se ajusta a ningún parámetro previsible. Según lo que ella ha leído, son todo instinto y percepción.

Una tarde, el bebé vio un fantasma. Un fantasma detrás de las cortinas, esas que ella mira ahora mismo, oscilando por la leve brisa que procede de la calle. El bebé se pasó toda la tarde pegado a las cortinas, riéndose, tirando de ellas, jugueteando. Entonces fue cuando ella se asustó. Pero, al menos, pudo trabajar.

La frase que ella redacta ahora (“a quien se apela para el ente superior de los Derechos Humanos…”), pertenece al quinto borrador de su segundo doctorado. Ella trabaja duro para cobrar consistencia en los espejos. Para tener un nombre, algo que decir cuando le pregunten ¿quién eres tú? Y esta es la segunda cosa que ella teme del bebé: que él diluya ese objetivo que por fin está tan cerca, que la adormezca en el caldo donde ella ha visto diluirse a tantas otras. Esas otras que, con un destello peculiar en los ojos, le hablaron de “la revelación”.

Ahora, ella se empeña en seguir tecleando. Terminará hoy este capítulo y, sin embargo, el brillo que detecta en los ojos del bebé que repta hacia su silla es el mismo que aquel: como una estrella blanca y expansiva en el centro. El niño se acerca cada vez más, sus manitas suenan igual que las pisadas de un pequeño animal en el suelo y ella empieza a notar los síntomas que las otras le describieron, los que ya ha notado otras veces, los que le espantan. Y es que el niño trae consigo una burbuja invisible que, cuando se acerca, también la atrapa a ella, con su atmósfera propia, con su calma y su aire suspendido. Y respirar ahí implica someterse a un cambio de condiciones espaciotemporales, se puede mirar largamente un ojo, se puede padecer una alternancia de cabezazos suaves y succiones en esa efusión torpe pero inevitablemente romántica con la que el niño le expresa su afecto. Y es tanta la autenticidad, tanta la irracionalidad, tanto el instinto, que algo la empuja a ella a asomarse a su abismo interior, a asomarse a su propia verdad, a afrontar su vergüenza.

Lo que ella ve es el vacío, la inconsistencia, esa falta de nombre tan pavorosa. Y como el bebé no deja de acercarse, de acechar con su ojo, ella persiste en teclear y teclear, cierra los párpados con fuerza y cuando los abre la pantalla del portátil ha vuelto a apagarse. Entonces, aterrorizada, se abalanza hacia el enchufe y lo manipula, grita y suplica que vuelva a darle electricidad. Es ahí cuando sucede.

Un nuevo parpadeo en la luz, una descarga rampante. El cuerpo de ella sale despedido hacia el otro extremo de la habitación.

Ahora, ella está de pie. Contempla su propio cuerpo en el suelo, algunos metros más allá. El bebé ha modificado su trayectoria y ya no avanza hacia el cuerpo, sino hacia donde está ella. Ella, que se agacha sin titubear y lo toma en sus brazos. Él se ríe, ella mira el centro mismo de sus ojos. Y en sus ojos, por fin, se ve: perfecta y consistente, sólida, como siempre debió haber sido. Él la llama por su nombre y ella comprende que nunca más tendrá que hacer nada, que ya no tendrá que esforzarse más, porque ella ya es.