GENERACIÓN ESTRELLA
FINALISTAS 2024
RELATO FINALISTA 2024
PARECIDO A UN SUEÑO
Pablo Pelluch Quesada
El aire es diferente: suave, azul, rosado. Desde el ventanal que hace esquina contemplo los rascacielos que se estiran buscando las estrellas. Recuerdan a versiones definitivas de termiteros, donde insectos muy felices reposan tras un dichoso día de servir a la colonia. Los omnipresentes aparatos de aire acondicionado giran sus hélices con seguridad, repartiendo paz. Los neones se encienden llenos de promesas y tiñen las aguas de la bahía con el color de los sueños, la esperanza y el dinero.
Camino unos pasos entre muebles blancos y aparatos electrónicos negros bañados por la azulada luz del anochecer. Giro la cabeza hacia la puerta, que se abrirá en cualquier momento, pues espero ansioso a mi mujer, a la que he comprado un regalo por nuestro aniversario. Aunque no sé qué es.
La primera vez que vi una película hongkonesa estaba tirado frente a la tele jugando con mis muñecos. Mis padres seguían con poco interés –Papá leyendo el periódico, Mamá hablando por teléfono con mi tía– aquella historia. Un tipo compraba cada día latas de piña con la misma fecha de caducidad como ritual para invocar a su exnovia. Un policía corría por una pista de atletismo para sudar las lágrimas. Una chica con el pelo corto introducía peces en un acuario de una casa que no era la suya.
Los colores de aquellas imágenes eran tan vibrantes que parecía que te pudieras calentar las manos con ellos. Y estos se desparramaban sobre asiáticos melancólicos deseando amar. Todas aquellas estampas me resultaron, de algún modo, familiares. Es decir, lo contrario a exóticas o sorprendentes. En aquel entonces no es que no supiera situar Hong Kong en el mapa, es que desconocía su existencia.
Un par de décadas después, en mi cabeza, sólo recordaba la película (quizá china, japonesa, coreana o taiwanesa; de por ahí) como la del tipo que come mucha piña. Un diminuto y arrugado post-it mental que aparecía cuando andaba ordenando el papeleo de mis recuerdos. Cada vez que aquella notita se volvía a caer de un legajo, pensaba que con unas referencias tan vagas jamás me volvería a encontrar con la película. Se sentía como algo parecido a un sueño.
Lo de «parecido a un sueño» es de extrema relevancia en esta historia.
No era aquello lo perturbador del asunto. Lo que era raro de verdad era cuando, detrás de aquel raquítico post-it, encontraba una enorme lámina en tonos azulados y rosados, tan grande que me ocupaba toda la cabeza. Ahí estaba la cristalera que hace esquina en aquel apartamento que podía garantizar que no se encontraba en Murcia y en el que yo esperaba a una mujer, a la mía, para darle un regalo.
Todo aquello permaneció sin variaciones hasta que, haciendo cola para un trámite en el Servicio de Mediación, Arbitraje y Conciliación, hojeaba un folleto de la filmoteca. Uno de aquellos fotogramas me quemó el pulgar e inflamó mi recuerdo. Allí estaba, bajo mi quemazón: Chungking Express (Hong Kong, 1994). Un título, una nacionalidad, una oportunidad de reencontrarme con aquello. No sabía si por segunda o por tercera vez.
La nostalgia me hizo llorar lo que duró la proyección e igual está bien si dejo claro que todas mis exparejas destacaron de mí, para bien y para mal, que jamás me vieron
derramar una lágrima. Atribuí aquella llantera al sentimiento de seguridad infantil de estar haciendo algo sencillo con tus padres. No a lo que la película entrañaba en sus fotogramas, sino al recuerdo en sí de ver la propia película. Pero quizá esto no fuera así.
Por las noches, cuando Ana se va a dormir, pongo en la tele películas hongkonesas de los 80 y 90 que me descargo en horario laboral. Me baño en sus imágenes en la oscuridad y los fotogramas iluminan desorientados un salón extranjero. Me meto en la cama bien entrada la noche, Ana gruñe confusa y cuando amanece camino por el Tontódromo rumbo hacia el trabajo con una pesada sensación de irrealidad. Y pienso que en la oficina la gente no se acuerda, en realidad, de quién soy.
Pero esas películas hacen que todo merezca la pena. Policíacos de acción, dramas, thrillers de asesinos en serie, romances, incluso eróticas que pongo con el volumen muy bajo. No importa el género. Lo que evoca la ciudad de Hong Kong en mí se parecía a un sueño, pero cada vez tengo más claro que es nostalgia.
Así que le propongo a Ana –rubia, 1.73 m, glúteos carnosos con hoyuelos, 39 de pie– que este verano vayamos de vacaciones a Hong Kong.
Alza una ceja dorada que forma un signo de interrogación.
–¿Desde cuándo te preocupa a ti dónde vayamos de vacaciones? Si siempre quieres quedarte en casa viendo películas.
Y yo pongo cara de póker, encubro la verdad, me hago el sueco en mi salón decorado estilo nórdico, miento con mi silencio, traiciono su confianza, guardo secretos, desconoce quién soy, no respondo a sus justas inquisiciones más que con vaguedades.
Ella se sienta a su portátil y yo al mío. Yo hago cálculos con el Google Street View recorriendo las calles y ella busca fotos por Internet, consulta redes sociales y artículos en forma de lista.
Al final, logramos alinearnos gracias a la competición –de la que cree que no soy consciente– que tiene con sus compañeras de trabajo en cuanto a vacaciones exóticas: ninguna ha visitado Hong Kong.
La mañana en que tenemos que coger el vuelo, me despierto antes de que suene el despertador y, con la cabeza aún apoyada en la almohada, susurro «Hong Kong» en puro cantonés. No con una palurda «J», sino con una «H» aspirada y un cierre suave. Suena a «casa».
Hong Kong es tal como la recordaba. Lo hipermoderno se acerca con espíritu conciliador a lo decadente. Los rascacielos acristalados tienden la mano a los corroídos bloques de cemento sucio. Contemplo con cariño estas moles empapeladas de supurantes aires acondicionados perforadas por minúsculos balcones. En ellos veo, no sin afecto, cómo se seca la ropa colgada en perchas de plástico fosforito que seguramente se han fabricado a unos pocos kilómetros de distancia.
Caminando por las calles, Ana bufa, transpira y sus axilas se empapan. Se queja del 98% de humedad, le parece «insoportable». Yo observo con deleite y reconocimiento a los diminutos y majestuosos hongkoneses trajeados, educados para no sudar ni pasados los 40ºC. Sigo su silenciosa recomendación de caminar junto a los comercios, que despiden un delicioso aire helado ya que, a pesar de tener el aire condicionado a toda potencia, sus puertas permanecen abiertas.
Ana farfulla no sé qué del cambio climático. Se queja también del olor del durian, la fruta espinosa, cuyo aroma es tan fuerte que está prohibido llevarla en transporte público o introducirla en hoteles y aeropuertos.
–¿No te parece dulce? –pregunto, desesperado.
–Huele a carne encebollada podrida.
Hasta ella tiene que ceder un poco ante la verdosa y serena belleza de Kowloon Park, un salpicón de naturaleza custodiado por rascacielos corporativos en los que se reflejan las nubes.
Ella busca ángulo para salir en las fotos que va a arruinar con filtros absurdos que sólo empañan la belleza de la megalópolis. Pone la punta de la lengua entre los dientes mientras las lanza a la red y sus pulgares se clavan con violencia en la pantalla, gritando a sus compañeras dónde está.
Cuando está encorvada sobre el aparato aprovecho su distracción y huyo a la carrera. Corro con mis largas y velludas piernas de occidental. Lanzo mi móvil americano a un estanque rodeado de bonsáis y sigo corriendo hasta Nathan Road portando poco más que mi fenotipo mediterráneo y un incipiente ataque de flato.
Se me hace tarde, los neones están a punto de marcar la hora, pero llego antes de que eso suceda a Chungking Mansions, con el sudor remitiendo, introduciéndose en mis sienes en lugar de siendo expulsado de ellas. Rebaso todas las tiendas de cambio de divisas e irrumpo en la joyería. Recorro con el dedo los expositores hasta que encuentro el anillo correcto, porque no es un sueño, es un recuerdo. Me gasto todo el dinero con el que teníamos que pasar el viaje en ese símbolo de mi amor, un amor que ahora me inunda tras haber sido contenido de forma cruel.
Y ahora corro Nathan Road arriba, la tienda de Rolex enciende su neón y yo la saludo con mi mano, en la que empieza a bailarme el reloj.
Un vecino entra al portal y me cuelo detrás de él mientras tarareo nervioso «Glory to Hong Kong», el himno no oficial símbolo de la rebelión contra el gigante chino. El vecino me grita algo, quizá hostil, quizá amistoso, pero el tiempo se agota y saltó al ascensor y pulso el botón de la planta diecisiete y toco a la puerta de uno de los seis apartamentos: el mío.
Me abre un hombre asiático de mi edad. Escucho cómo del interior de su apartamento escapa el diálogo de la película que estaba viendo. En español, por supuesto.
Pone cara de sorpresa, abre la boca, se le humedecen los ojos.
–Ella te espera en Kowloon Park –digo, tendiéndole una foto de Ana que no necesitará.
Nos estrechamos la mano y sentimos que ese apretón es insuficiente, así que nos damos un abrazo que siento filmado desde todos los ángulos, como en Happy Together.
Él sale a la carrera, me levanta la mano a modo de despedida, yo le dedico una pequeña reverencia.
Contemplo cómo se encienden el resto de neones desde el ventanal que hace esquina y distingo un velero rojo que pasea con orgullo a los turistas por el puerto. Siento la ansiedad por su vuelta.
Para cuando oigo el sonido de las llaves, estoy temblando.
Las mujeres chinas no suelen ser consideradas bellas, salvo que estés enamorado de una. Me tiro al suelo y me agarro a los tobillos de Xi –morena, 1.52 m, sin una sola curva, 35 de pie– y le tiendo, como una ofrenda, el anillo que tanto tiempo llevaba esperando.