GENERACIÓN ESTRELLA
FINALISTAS 2024
RELATO FINALISTA 2024
WAPSHOT
José Aguilar Jiménez
Ni siquiera era uno de esos domingos de verano, cuando todos los vecinos salen al jardín común a intentar refrescarse en la piscina y charlar sobre las vacaciones, los viajes realizados o los pendientes, el curso nuevo que empiezan los hijos o las notas conseguidas en el anterior. No, fue un miércoles a mitad de julio cuando llamaron a la puerta y el mensajero le entregó el paquete, sin apenas mirarle, a la vez que manipulaba su teléfono móvil. «Tenga un buen día», le dijo. Eduardo no contestó. Últimamente le costaba hablar con los demás, estar del todo presente, en una especie de progresiva invisibilidad. Abrió el envoltorio fingiendo una vaga sorpresa porque algo que fabrican en China llegue puntual, intacto, idéntico a la foto de la página web: «WAPSHOT, cinturón de entrenamiento de natación de piscina».
Aquello, el wapshot, era un dispositivo muy sencillo: una banda de cinco o seis centímetros de ancho, de color negro, ajustable a la cintura por medio de un velcro, unida a un cable elástico azul eléctrico de unos cuatro metros en cuyo extremo opuesto había un pequeño mosquetón de plástico y una cinta de nailon para fijarlo a la escalerilla. La verdad es que Eduardo recordaba haber visto, ya hace años, a una vecina utilizándolo: se pasaba horas en esa piscina redonda que compartían, nadando a toda velocidad gracias a algún chisme similar, quizá el mismo cinturón, tampoco habría tantos modelos, supuso. En aquel momento le pareció una idiotez, pero ahora, con el insoportable calor del verano que hacía imposible salir a pasear y mucho menos correr, el wapshot le serviría para hacer algo de ejercicio.
Y así sucedía desde entonces, tarde tras tarde: él en el centro exacto de la piscina, nadando a braza con un estilo dudoso, retenido por un cable azul. Hacía tanto calor que le parecía estar sudando dentro del agua. A vista de pájaro, la piscina perfectamente circular, de unos diez metros de diámetro, recordaba una especie de reloj, uno de esos relojes antiguos de una sola aguja, con un peculiar eje central: un nadador inmóvil.
Mientras nadaba –o lo que fuera esto que hacía braceando sin progresar en el agua– rumiaba asuntos más o menos obsesivos: Lola, los niños, lejos, en la playa, en la casa alquilada y él aquí, en el trabajo, sin vacaciones hasta mitad de septiembre, vaya turno este año, el jefe que no se entera y Juan siempre le hace la envolvente y al final se va otra vez en agosto. Si es muy buena gente, Edu, dirán, si total a él no le importa, tampoco le gusta la playa. Y él sigue aquí, otro verano, chapoteando en el agua inerte que huele excesivamente a cloro. Recuerda ese cuento que leyó hace tiempo donde un tipo que ha ido de visita a casa de unos amigos decide regresar nadando de piscina en piscina, atravesar los jardines y las casas, sí, también había una película, con Burt Lancaster y su sonrisa llena de dientes y el tórax todo pectorales. Como en ese cuento, piensa, pero al contrario: sin moverse de la misma casa, de la misma piscina, en el mismo punto todo el tiempo y sin los gintonics ni las conversaciones con los vecinos ricos, sin la heroicidad trágica de esa especie de Odisea de los suburbios. No, nada parecido a Burt Lancaster: solo él con su cinturón wapshot, ejerciendo de improbable nadador, en perfecto silencio, brazada tras brazada, como un perro abandonado en su propia casa, tirando de la cuerda a la que le han atado. La parte buena, piensa, es que, de los quince vecinos, en estas fechas no queda ninguno en el edificio, solo él, y el resto del mes también, probablemente. No tiene que compartir la piscina con nadie ni justificarse si alguien le sorprende así. Toda la piscina, y todo el calor, para su uso exclusivo.
Si consigue no pensar demasiado, anclado a la escalerilla mientras bracea, se entretiene viendo la luz reflectarse, hacer guiños y deslumbrarle con las ondulaciones del agua. Cuando, además, logra nadar sin chapotear excesivamente, la superficie oscila con suavidad, en calma. Los fragmentos de hojas, algunos insectos ahogados –abejas, avispas, libélulas– permiten apreciar el leve movimiento de la superficie. ¿Cada cuántos días limpian la piscina? Hoy Musta no ha debido venir. ¿No quedaron en la reunión de la comunidad que, en verano, al menos tiene que venir en días alternos? ¿Es Ramadán ahora? ¿En verano? Musta se va siempre en Ramadán a Marruecos. Aunque tampoco está tan mal el agua, piensa. Con el viento, este sur ardiente, implacable, es normal que haya algo de suciedad en el agua. La realidad es que Musta tiene muy cuidado el jardín que rodea a la piscina. Y seguro que no le resulta fácil conseguir que no se seque, que no se queme todo, con este calor que no da tregua, que hasta el levante parece caliente los pocos días que sopla, será eso del cambio climático, los niños insisten en eso, sí, los niños.
El wapshot está ya más que amortizado. Para once euros que le costó, la cinta, el elástico, todo aguanta perfectamente, tarde tras tarde. La resistencia es la justa, aunque si se pone a hacer crol, puede casi tocar el otro extremo de la piscina. Pero a esa velocidad, si es que puede haber velocidad en no moverse apenas, no aguanta ni diez segundos. A veces incluso nota un leve dolor en el pecho, apenas nada, algo que se pasa pronto. Nunca ha tenido mucho tren superior, eso le dice siempre Lola. Hace mucho que no hablan: la rutina, la vida o lo que sea esto ahora tan inmóvil, este verano que no acaba nunca, el viento caliente erosionándolo todo. Porque el lugar, la casa, es, en efecto, un desierto y el jardín alrededor de la piscina, una especie de oasis medianamente húmedo, gracias a Musta, sí, esté donde esté. El jardín, de verdad, un oasis, pero cualquier día la pinada que lo rodea va a arder como una yesca con este calor, este viento incesante: le despertará de noche el olor de los árboles quemados, el humo. Y el fuego podría llegar hasta la casa si se queman los pinos, al otro lado de la valla. Habría que quitar, por lo menos, las palmeras de la entrada del garaje, no sea qué, no vayan a, cualquier día, pero no, seguro que no, cualquiera convence a los vecinos, piensa mientras da veinte o treinta brazadas más, ya ha perdido la cuenta. La natación detenida, estática, la cuerda elástica, tiene algo de adictiva. Podría aconsejársela a los compañeros del trabajo, como ejercicio de relajación. Aunque, más que tranquilidad, siente una especie de distancia, una escisión, como si no fuera él quien sigue nadando, cada tarde, siempre sin moverse del mismo punto, de las mismas exactas coordenadas.
Ya no mide cuánto tiempo pasa en la piscina pero está seguro de que cada vez aguanta más: quizá casi media hora sin detenerse. Sigue con la braza, mejora la técnica, apenas agita el agua, desliza los brazos sin resistencia. El dolor del pecho no ha vuelto a presentarse. Cuando sale del agua no se esfuerza en recoger la cuerda elástica del wapshot. Deja el trasto atado a la escalerilla como una tela de araña de un solo hilo que le esperará al día siguiente. Vuelve a casa por el camino empedrado pisando alguna losa suelta. Musta parece haberse descuidado. En la última junta de vecinos alguien dijo que habría que despedirlo, que tenerlo contratado de forma irregular podía traer problemas. Quizá fue él mismo quien lo dijo, sí, es posible. Y hoy, además de los insectos habituales, había también restos de grama en el agua. Seguro que Musta estuvo cortando la hierba. La verdad es que ahora está preciosa la pradera y también los olivos, los granados, los cipreses, la buganvilla. Tiene que decirle algo a Musta, piensa, felicitarlo, agradecerle el trabajo de tantos años y disculparse por la propuesta de despedirlo, seguro que alguien le fue con el cuento, no es fácil ser capaz de mantener todo así de verde, con este clima imposible, con este calor que no para, que parece que no vaya a acabar nunca. Hace un calor mortal, incontestable. Hasta le ha parecido oír un helicóptero, antes, vigilando el monte. Sí, claro, ellos, en la playa es otra cosa: la brisa, los helados, los paseos por las calas y el puerto, pero aquí no va a mejorar, no, a ver en septiembre, y sí, tiene que hablar con Musta, agradecerle, disculparse.
Cuando por fin entra en casa por la cancela que separa su terraza del jardín común pisa el césped artificial castigado todo el día por el sol. La falsa hierba, que arde bajo sus pies, no le quema: demasiado tiempo en el agua, otra vez. En su parcela, apenas quince metros cuadrados, nunca ha conseguido mantener césped natural, césped de verdad. La puerta acristalada de su casa, la que da al jardín, está cerrada. Puede ver a su través a Lola y a los niños, bueno, los niños, están enormes, cómo han crecido. Ya tienen veinte, quizá veintidós años, el mayor, sí, también ha perdido la cuenta. Este verano parece que se han decidido a volver antes desde la playa. Igual las matrículas de la universidad, o un viaje. Eduardo no lo recuerda, no sabe. Pero sí sabe que, aunque golpee la puerta con todas sus fuerzas, aunque grite, no le oirán. También sabe que, otra noche más, no podrá entrar en la casa. Y que, de algún modo, está bien que no se hayan desecho aún de la cuerda, del wapshot: el cinturón de entrenamiento de natación, ajustable, tan práctico, ningún peligro. ¿Quién podía sospecharlo? Solo consistía en nadar, tranquilamente, sin vecinos que lo molestaran, ni siquiera Musta cuando lo vio ahí, una vez más, en el centro exacto de la piscina, definitivamente inmóvil, sin hacer ningún ruido, enredado en aquel cable azul, elástico, irrompible.