PREMIO GENERACIÓN ESTRELLA
RELATO GANADOR Y FINALISTAS 2019
MENCIÓN ESPECIAL RELATO FINALISTA 2019
BALCONING
TAGO MAGO
A veces cierras los ojos y te zambulles en los días. Estiras los brazos, ofreces tu rostro, saltas. El golpe es duro pero nadas. Solo nadas. Enfrentarse a la vida es nadar remontando un río. Pones todo tu esfuerzo en moverte, en no pensar, y cuando al fin sacas la cabeza ya es mayo o junio, y eso es bueno. Pero otras veces el río se congela contigo dentro. Estás a mitad de una brazada y de repente no puedes moverte. Ha llegado el invierno y nunca sabes cuánto puede durar. Te partes por la mitad para lograr asomar la cabeza y sigue siendo invierno.
A veces cierras los ojos y saltas, y la caída se convierte en metáfora, porque sabes que abajo no hay nada. Agua estancada. Niños que desaparecen. La vida solo es esta caída de segundos que son años, de años que son eones y después polvo. Ni siquiera recuerdo por qué salté.
He pasado días enteros sin moverme del sofá. He vaciado más latas de cerveza de las que puedo contar. He visto de un tirón temporadas enteras de series de moda. Ya ni siquiera me levanto para ir al baño, he superado ese plano de la existencia.
Mi mujer se marchó por segunda vez, me dejó solo en esta casa grande y llena de polvo. Hay una parte de esta historia que navega entre tópicos: hombre solo y maltratado por el amor se lame las heridas. Ahorrémonos el sonrojo.
Claro que recuerdo por qué salté.
Isabel vivía al otro lado de las paredes. Quizá la escuchaba antes, cuando mi mujer estaba aquí conmigo y hacíamos las típicas cosas que hacen los matrimonios, pero sobre todo empecé a escucharla después, cuando la casa se vació y tuvo que llenarse con el sonido de las casas de alrededor, como si los apartamentos de este edificio fueran vasos comunicantes.
La escuchaba escuchar música, tenía un gusto pésimo, y la escuchaba ver la televisión, veía las series dobladas, lo cual me parecía pasado de moda y provinciano. De vez en cuando también la escuchaba hacer el amor con alguien, un hombre de voz monótona, pero sus gemidos parecían tristes y apagados, como si además de las paredes tuvieran que atravesar un abismo de tiempo.
Un día milagrosamente me la encontré en el ascensor y al fin le puse cara. De repente ya no me parecía tan horrible su música de mierda, ni tan mala idea ver las series dobladas (así uno puede atender otras tareas mientras tanto, como planchar ropa o abrir latas de cerveza). Su hacer el amor, sin embargo, siguió sonando triste.
Pasé días enteros buscando la forma de hablar con ella. Cuando su casa no emitía ningún ruido me asomaba a la mirilla de la puerta, esperando verla salir del ascensor, saber algo más de sus horarios. Planeaba fingir un encuentro casual en el descansillo y comenzar una elaborada conversación que acabaría llevándonos a cenar juntos, pero nunca la vi entrar o salir, pasaba tantas horas encerrada en casa como yo. Al final toqué su timbre. Éramos vecinos, tampoco hacía falta planear un desembarco de Normandía.
La invité a ver una serie en mi salón. Para sorpresa mía aceptó, pero pidió que fuéramos a su piso. Cada vez le costaba más salir. Una vez allí me sentí como si acabara de atravesar el espejo: aquel lugar era exactamente igual que mi casa, pero a la inversa. No me refiero solamente a una simetría en los planos; el contenido era el mismo: no había más muebles que un sofá viejo y un televisor, después el mismo vacío, el mismo polvo creciendo fruto de la desidia.
Me costó un rato descubrir una diferencia: su balcón daba a la piscina de la urbanización, mientras que el mío se asomaba a la calle.
«A veces estoy tan aburrida que pienso en saltar desde aquí», dijo cuando me vio embobado contemplando el agua. Y añadió que no hacía nada para vivir; dejaba pasar los días encerrada en aquel edificio, el vientre de la ballena.
Aquella primera tarde no vimos series, sino que la pasamos jugando al Tetris. Me explicó que intentaba batir un récord on-line y debía entrenar varias horas al día. En el modo de dos jugadores siempre caían las mismas fichas, pero separadas por una delgada cortina que dividía la pantalla. Almas gemelas que caían juntas, pero nunca se veían ni se tocaban. Por su puesto yo no podía competir con su destreza, sus fichas bajaban a toda velocidad y desaparecían línea tras línea. Las mías caían a cámara lenta, como clavadistas livianos que en cualquier momento arrastrará el viento.
Le comenté que me extrañaba no ver a nadie en el edificio además de a ella. Me miró sorprendida.
«¿No has notado que toda la urbanización está vacía? Solo se vendieron tres o cuatro casas de casi quinientas construidas. La promotora quebró. Tuviste suerte de que te entregaran las llaves. Probablemente no haya nadie más en kilómetros a la redonda».
Entonces estamos solos en el fin del mundo, pensé. Aquello era una buena señal porque, en realidad, todos los amantes están solos en el fin del mundo.
Así pasamos nuestros días juntos: veíamos series y jugábamos al Tetris. Cada tarde me presentaba en su casa y nos sentábamos en el sofá. Al cabo de cuatro o cinco horas ella se dormía, acurrucada contra mí. Entonces yo me levantaba en silencio, recogía mis zapatos y volvía a casa. Me acostaba en mi sofá, junto a ella, separados tan solo por unos centímetros de ladrillo y escayola.
Hasta que una tarde me pidió que fuéramos a mi piso, que viéramos la televisión en otro sitio, por cambiar de rutina. Acepté encantado, porque sabía que también acabaría durmiéndose en mi sofá y entonces yo no tendría ningún sitio al que huir.
Y sin embargo esa noche fui el primero en caer dormido. Quizá bebí demasiada cerveza para envalentonarme, quizá algo impedía que ella conciliara el sueño con normalidad. Desperté de madrugada, muerto de frío y solo. Pensé con tristeza que Isabel había preferido dormir en su sofá al otro lado, pero entonces volví a escuchar la voz del hombre a través de la pared. Después vinieron los gemidos tristes de Isabel y otra vez la voz del hombre, un poco más monótona que antes.
A veces te sumerges lo más profundo que tus pulmones te permiten y no quieres salir. A veces desearías que el agua de la piscina fuera brea, un manto de noche que cubra tus ojos y anegue la boca.
Cuando vi por la mirilla al hombre marcharse, decidí ir a su casa y actuar como si nada hubiera pasado, como si las paredes fueran de plomo y yo no pudiera escuchar. Sin embargo, aporreé la puerta y no obtuve respuesta. La llamé a gritos, pero en el interior resonaba el silencio. No sé cuánto tiempo esperé antes de tener una intuición clara de lo que estaba pasando. Éramos dos almas gemelas, dos fichas de Tetris cayendo juntas sin verse. Yo también había estado ahí abajo, en el interior de un río congelado, y sabía lo que pasaría por su cabeza. Imágenes de cuchillas seccionando arterias o cajas de tranquilizantes engullidas de golpe.
Necesité dos patadas para derribar la puerta. La primera la di sin mucha seguridad, más porque era un gesto que había visto en películas que porque pensase que funcionaría; retrocedí dos pasos para tomar impulso y me lancé con la planta del pie por delante. Noté cómo cedía, cómo los goznes se desplazaban dentro del sucedáneo barato de madera —el edificio era nuevo, pero habían utilizado unos materiales penosos—. Con la segunda patada la puerta se partió, haciendo un ruido enorme que hubiera alertado a los vecinos, si estos hubieran existido.
La casa estaba vacía y por un momento pensé que era buena señal. De alguna forma, Isabel habría encontrado la manera de salir del edificio. Tenía que alegrarme, pero lo cierto era que no me alegraba. Volvía a estar solo en aquel lugar. Me senté en el sofá, pensando alguna excusa para explicar lo de la puerta si ella volvía. Entonces un rayo de luz aterrizó en mi cara y me di cuenta de que el balcón estaba abierto.
Me acerqué temeroso de lo que encontraría, imaginaba sus pedacitos esparcidos en la última baldosa antes del agua.
Isabel nadaba en la piscina, con la ropa puesta y una enorme sonrisa de oreja a oreja. Cuando me vio en el balcón no se extrañó de que estuviese en su casa, ni que tuviera una cara tan pálida. Simplemente siguió sonriendo y saludó con la mano.
«No seas gallina», me gritó.